La partera mexicana que da lecciones en Siberia

Por Emiliano Ruiz Parra

La partera Angelina Martínez llega a los controles de seguridad de los aeropuertos y el guardia la mira con recelo. Su delantal está manchado de líquido amniótico. Viene de un parto y corre a otro. El de la mañana fue en una comunidad indígena del sur de México. El de la noche será en San Francisco, California.

Esa mancha la lleva a un recuerdo de la infancia: es de madrugada, su madre la empuja a la orilla de la cama para dejarle espacio a una parturienta: “hija, hazte a un ladito”. Angelina y sus hermanas despertaban mojadas de líquido amniótico. “Mamá, huele muy feo”, protestaban las demás pero Angelina se entusiasmaba. “Yo le decía ‘sí, mamita’, me levantaba y me ponía a ayudar”.

Angelina Martínez es la cuarta de una dinastía de parteras. Su madre hablaba el me’phaa, que ella ya no aprendió: “los indígenas eran tan mal vistos que mi madre dijo ‘no más esta lengua”. No se la enseñó a Angelina, pero sí le transmitió el oficio de partería tradicional, estigmatizada en México, donde la mitad de los nacimientos son por cesárea. La OMS recomienda que no pasen de 15 por ciento pero se impone el interés de los médicos: las cesáreas se cobran más caras, se despachan en una hora y se pueden adaptar a la agenda del doctor. En hospitales privados la proporción es de ocho cesáreas por dos partos vaginales.

De 59 años, la veo sonriendo en las calles de Moscú en una foto que me envía por el móvil. Para entonces ya está en camino a Krasnoyarsk, Siberia, en donde compartirá experiencias con parteras locales. Su viaje empezó en Austria, pasó por Alemania y continuó hacia el Este. 

Me sorprende que haya sido una niña tartamuda porque una parte sustancial de su trabajo es contar historias. Angelina oye el corazón del bebé, da una sobada, hace un rebocito a la embarazada (un masaje con el chal tradicional mexicano) y le platica de otros partos. Narrar para tranquilizar, para ahuyentar al miedo. Conversa y canta. Les habla de la importancia del dolor en el parto, que fortalecerá el vínculo con la cría. Les dice que los bebés son muy sabios y que ellos harán su trabajo para venir al mundo. Y mientras tanto a los papás les da un consejo discreto: “hagan la tarea”, que en México significa no dejen de fornicar porque el placer ayuda al nacimiento. 

Arte de Carmela Caldart publicado en El País

“Es qué tú quieres”, repite Angelina a las embarazadas cuando le piden consejo sobre qué comer, en qué postura dormir o ante casi cualquier duda: a diferencia de los médicos no te dice qué hacer sino que le devuelve a la mujer el poder de decidir sobre su cuerpo. En su Iphone nuevo enseña videos de partos en agua tibia y cuenta que las indígenas, la víspera de dar a luz, se van a lavar ropa al río: el mensaje es mueve tu cuerpo, acude a oír el rumor de la cascada. Después del parto Angelina acude todos los días durante una semana a acompañar a la madre y al recién nacido: elabora tinturas y cápsulas de placenta –que ha puesto a secar al sol– para nutrir a la madre. El ciclo concluye unos días después del alumbramiento con “la cerrada”: un masaje, un ritual y baño de hierbas: se reacomodan los huesos de la cadera y se cierra simbólicamente la puerta que se abrió en la entrepierna.

Nunca terminó un año escolar porque su abuela rentaba tierras para sembrar lejos de casa y se llevaba con ella a Angelina, lo que interrumpía su educación. Su madre había entrado a trabajar como limpiadora en una clínica cercana a Cuernavaca y atendía los partos cuando el médico estaba ausente. Entonces el doctor le dio una bata blanca y le enseñó medicina occidental. Las dos tradiciones se juntaron y ella se las transmitió a su hija. 

Una noche un hombre llegó angustiado a casa de Angelina, preguntó por las parteras, todas estaban fuera, y le pidió a Angelina, de 14 años, que acompañara a su mujer. Angelina estaba apanicada pero el bebé nació perfecto. Empezaron otra vez las contracciones. Para su sorpresa la madre alumbraba a otro niño: su bautizo de fuego fue con un parto gemelar, considerado de alto riesgo.

Yo mismo me beneficié del saber de Angelina. María, la madre de mi hija, cumplía 40 semanas de gestación el 4 de octubre de 2018. Angelina tenía un vuelo a Austria para el 7 de octubre. “Yo voy a recibir a esta bebé”, se había prometido Angelina, y nos visitaba cada noche. Cantaba, contaba historias, le hacía rebocito a María. El 7 por la mañana aceptó con resignación: “creo que no la recibiré yo” y se marchó a Europa. María subió un cerro y se refrescó en una cascada esa tarde. La bebé nació —con tres discípulas de Angelina— sana y feliz, cuatro días después. Angelina era, a distancia, la partera de mi hija.

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