El naufragio de las mandarinas

Crónica de uno de los peores accidentes petroleros en aguas mexicanas: 22 trabajadores fallecieron en la Sonda de Campeche tras una fuga de petróleo y gas en la Plataforma Usumacinta. Esta historia fue nominada al Premio Gabo en 2010 y se tradujo al inglés y al holandés.

La noche del lunes 22 de octubre de 2007 Alfredo de la Cruz vio un reportaje sobre los accidentes en las plataformas petroleras de la Sonda de Campeche. Unos días antes, informó la televisión, había muerto un trabajador en el incendio de una barcaza. Alfredo, a quien lo conocían como Pensamiento desde hacía una década, se fue a dormir con la seguridad de que a él nunca le ocurriría un accidente de esa naturaleza.

Los trabajadores del departamento de mantenimiento se reunían en el camarote del ingeniero José Ramón Granadillo para platicar o ver televisión. La charla era su recompensa después de 12 horas de trabajo intenso a bordo de la Plataforma Auto-Elevable Usumacinta, que unos días antes se había situado a 18 kilómetros al norte de Tabasco, en la Sonda de Campeche del Golfo de México, para intervenir los pozos KAB-101 y KAB-121. 

Luego de ver el noticiario, a Pensamiento le entraron ganas de irse a dormir. Cuando estaba en altamar en los sueños se encontraba a su mujer, a sus hijos y nietos y a su primer biesnieto de un año. Ni él ni ninguno de los 73 trabajadores de la Usumacinta se imaginaban que estaban a unas horas de convertirse en náufragos.

Granadillo les había avisado que el Frente Frío número 4 se acercaba al Golfo de México. De acuerdo con las prácticas de Pemex y la capitanía de puerto, los frentes fríos no eran motivo de desalojo de las plataformas petroleras. Sólo los huracanes ameritaban la evacuación de los 18 mil obreros que trabajaban mar adentro.

En la Usumacinta —de la empresa Perforadora Central, contratista de Petróleos Mexicanos (Pemex)— se trabajaba en jornadas de 12 horas y turnos de 14 días de trabajo por 14 en tierra (aunque algunos trabajadores temporales llegaban a acumular 38 días en altamar). Los obreros, conocidos como ATP (ayudante de trabajo de perforación), servían de 07:00 a 19:00 o de 19:00 a 07:00 horas. Los trabajadores especializados, como los mecánicos o electricistas, debían estar disponibles las 24 horas aun cuando hubieran cumplido con su jornada diurna.

Naufragio del barco Oficina Porvenir, posiblemente uno de los que «Pensamiento» vio en el reportaje de televisión. Una persona falleció.

La Usumacinta disponía de un módulo habitacional con cuartos colectivos para los obreros y habitaciones individuales para los oficiales, un helipuerto, cuatro horarios distintos en el comedor, y un sistema de potabilización de agua salada. Una vez a la semana un barco la surtía alimentos congelados que la cocinera María del Carmen Aguilar guisaba con buen sazón. La plataforma navegaba las aguas del Golfo hasta instalarse como una isla flotante para perforar o dar mantenimiento a los pozos petroleros. El jueves 18 de octubre había llegado al Kab 101 para terminar de perforar uno de sus tres pozos, y desde el domingo 21 había desplegado una trompa de acero llamada cantiléver, desde donde se hacían los trabajos de perforación. Sin embargo, había batallado inusualmente para asentarse porque el suelo marino no correspondía con lo que reportaban los planos, y buzos y barcos remolcadores tuvieron que estar haciendo ajustes durante tres días. 

A las 9:00 de la mañana del martes 23 la sacudió el golpe del Frente Frío. Sergio Córdoba, El Negro, sintió el movimiento oscilatorio, el temblor suave que provocaba el golpe de las olas y el sonido metálico de las cuñas de acero que rozaban las patas de la plataforma.

Granadillo y El Negro acudieron al cuarto de radio. No había dudas, el frente frío entraba con la fuerza de un huracán categoría uno: la máquina registraba rachas de viento de 136 kilómetros por hora. El jefe de mantenimiento ordenó a sus trabajadores evitar las labores en la cubierta y reunirse en los cuartos de trabajo.

-¡Hay una fuga de gas sulfhídrico en el contrapozo! -gritó el soldador Guadalupe Momenthey pasadas las 11:00 de la mañana.

El olor a huevo podrido llegó pronto al módulo habitacional. El Negro vio una cortina de humo  blancuzco y amarillento que salía del pozo y soplaba como una manguera de aire comprimido.

Pensamiento temió que el gas sulfhídrico, más pesado que el aire, se concentrara debajo de la plataforma y la volara en pedazos con una chispa. Al mismo tiempo recordó que una breve exposición al gas sulfhídrico podría ser mortal. Eso mismo lo sabían todos los tripulantes de la Usumacinta.

La alarma de Momenthey fue el inicio del caos. Los obreros dejaron sus herramientas y corrieron al helipuerto, la zona segura de la plataforma en caso de fuga o incendio. El Negro y su ayudante, Rigoberto Mendoza, desenergizaron la plataforma y se colocaron a la espalda sendos tanques de aire, conocidos como «equipos de respiración autónoma». El Negro alcanzó a ver que dos trabajadores bloqueaban la salida del módulo habitacional.

-¡Déjenlos salir, no se queden ahí, acuérdense de la Piper Alpha! -gritó. La Piper Alpha era una plataforma en el Mar del Norte en donde murieron asfixiadas 62 personas en el módulo habitacional.

Los trabajadores sintieron la furia del viento. En pocos minutos se escucharon gritos y llantos.

-¡Nos vamos a morir! – gritó alguno.

-¡Este tanque está vacío y la cascada no tiene aire! -se quejó un trabajador de su equipo de respiración autónoma. 

La empresa de seguridad industrial Vallen había abandonado la plataforma cuatro días antes porque se había agotado su orden de servicio y habían inhabilitado el sistema de relleno de los tanques de aire, conocido como «cascada». De la fuga brotaban borbotones de aceite que manchaban los cuartos de trabajo, el módulo habitacional y los botes salvavidas.

La población de la Usumacinta se concentró en el helipuerto. Los trabajadores se acostaron o se arrodillaron, aferrados a la malla dispuesta en el piso para amortiguar el descenso de las naves.

La fuga de aceite y gas provocó una crisis de casi tres horas. El helipuerto se convirtió en un escenario de gritos e imploraciones. Del tercer nivel de la plataforma, donde se concentraron los superintendentes, llegaban algunas noticias parcialmente tranquilizadoras: «viene el apoyo en camino».

Al filo de las 14:00 horas las máximas autoridades de la plataforma, los superintendentes Miguel Ángel Solís, de Pemex, y Guillermo Porter, de Perforadora Central —ambos habrían de morir en la mandarina dos— ordenaron cerrar la válvula de tormenta, que era la última opción para controlar la fuga. Un equipo de seis obreros con tanques de aire a la espalda arriesgó la vida para detener el flujo de gas y aceite que brotaba del subsuelo marino. Treinta minutos duró una operación que les implicó colgarse en el aire para cortar las tuberías, en medio de rachas de viento de 136 kilómetros por hora. Ahí vieron que el cantiléver había “degollado” el árbol de válvulas. 

El cierre de la válvula fue exitoso. Terminaron la tarea alrededor de la una y media de la tarde, y le devolvieron el alivio a la población de la Usumacinta. Los que estaban hincados o acostados se pusieron de pie, agradecieron a Dios que la fuerza de los vientos dispersara el olor a podrido y regresaron al trabajo. El Negro y Rigoberto empezaron limpiar las manchas de aceite de la máquina auxiliar. Pero la tranquilidad no habría de durar ni dos horas.

-¿Oye, Negro, esto es normal? -preguntó el cabo Nicolás González cuando vio una exhalación de gas en el pozo.

-No, no es normal, avísale al Viejo -respondió. El Viejo era Guillermo Porter, de 73 años.

En pocos minutos la desesperación volvió a la plataforma. Al filo de las 15:30 se descubrió una segunda fuga, que venía del pozo 121. 

-Negro, ya no hay control, es la última válvula… -le dijo Granadillo.

Una convicción se apoderó de los superintendentes, de los intendentes, del capitán de la plataforma, los ATP, de los mecánicos y electricistas, los cocineros y los meseros: después del cierre de la válvula de tormenta no existía una segunda oportunidad sobre la Usumacinta.

Y abajo, la violencia del mar, las oleadas de ocho metros, las rachas de viento de 130 kilómetros por hora.

El helipuerto se volvió a llenar de trabajadores: en el caos se revolvieron los tanques de oxígeno y se iniciaron las voces de alerta, algunas ciertas y otras equivocadas.

-¡Yo no sé nadar! -vociferó la cocinera.

-¡Ya agarró fuego! ¡Ya agarró fuego! -alarmó falsamente un obrero.

A lo lejos apareció el barco Morrison Tide, que acudía al rescate. Pensamiento meditó sobre las dificultades: un helicóptero no podría acercarse: los vientos lo zarandearían como a un mosquito. El barco tampoco tendría éxito porque podría chocar contra las patas de acero de la plataforma. Lanzarse a la mar en los botes de salvamento, conocidos como mandarinas, tampoco garantizaba la sobrevivencia: igual que la embarcación, podrían estrellarse contra las patas de la plataforma apenas cayeran al mar. Pero quedarse en la plataforma significaba morir como ratas.

El tiempo de pensar se terminó cuando el viento cambió de dirección y lanzó el gas hacia el helipuerto. Los trabajadores se aterrorizaron. Un obrero amenazó con arrojarse al mar. El superintendente de Pemex dio la orden de abandonar la plataforma.

Mandarina uno

El Negro ya había piloteado el bote salvavidas número uno. Dos meses atrás recibió un curso y de vez en cuando tomaba el timón del bote en los simulacros de rutina. Pero esos ejercicios se hacían siempre en aguas mansas. Si el mar estaba picado se posponía hasta que la superficie semejara el espejo de una laguna. 

No era el caso del martes 23 de octubre, cuando el frente frío azotaba con vientos de 130 kilómetros por hora y marejadas de ocho metros de altura. Sergio verificó que se siguieran los procedimientos del manual de seguridad de la plataforma: el grupo abordó en orden, uno en estribor y otro a babor para equilibrar el peso. Se contaron hasta sumar 41. El ingeniero de la plataforma, Éder Ortega, confirmó por radio con el bote dos: estaban completos, no quedaba nadie en la Usumacinta.

Sergio dio la orden de soltar el gancho al ayudante de mecánico Juan Gabriel Rodríguez y en segundos la mandarina bajó 10 metros. Al golpe con el agua dio varias vueltas sobre su eje y quedó en dirección a los pozos. Una ola los empujó debajo de la plataforma y el bote libró por centímetros el choque contra una de las patas de acero. Sergio recordó que debía virar el timón 180 grados a babor y 180 a estribor para mantener la dirección al frente. El petróleo que regaba el viento había manchado la ventanilla del piloto y le impedía la visibilidad.

Desde la popa, un canal de agua se metió en la mandarina y serpenteó entre los pies de la tripulación. A los pocos minutos el chorrito se había convertido en un charco. Los tripulantes recogían las piernas para no mojarse las botas.

-¡Entra más agua de la que sale -se oyó un grito al interior.

El Negro avistó al Morrison Tide.

-Ya vienen por nosotros, tranquilos, ahí viene el barco. Ustedes achiquen (saquen el agua con la bomba) que el bote resiste.

A veces ocultado por las olas, a veces montado en una cresta, la imagen del barco alegró a los pasajeros del bote. Juan Gabriel Rodríguez, ayudante de mecánico y segundo al timón, abrió la escotilla para esperar la cuerda salvadora del remolcador. En la segunda lanzada Juan Gabriel sujetó la cuerda y la atoró al gancho de arriado. Pero la emoción duró los pocos segundos que tardó en formarse una montaña de agua que embistió el bote. Juan Gabriel se quedó con un extremo de la cuerda en las manos y el otro extremo se perdió como un latigazo en el aire.

La ola se metió dentro del bote y los inundó hasta las rodillas.

-¡Aquí nos vamos a ahogar!

-¡Hay que salirnos porque de aquí no vamos a salir vivos! 

El grupo prefirió abandonar la mandarina como minutos antes había optado por dejar la plataforma. Cada decisión desesperada buscaba incrementar las probabilidades de sobrevivencia. Afuera del bote los aguardaba la furia del océano. Ellos desconocían el mar. Eran expertos en soldar, operar grúas y motores, perforar, preparar cementos o alimentar a la legión de trabajadores. El mar representaba para ellos una capa más entre el petróleo y la compañía. Algunos no sabían nadar. Otros tenían nombramiento de «capitán» cuando carecían de formación naval. Plataformeros, los llamaban en Ciudad del Carmen.

Ya no había orden sino desesperación. Lo urgente era escapar. Una vez afuera, los trabajadores se pararon sobre un borde de la mandarina y se sujetaron de un tubo de aluminio. El Negro apagó el motor antes de salir por la escotilla. El Morrison Tide estaba cerca, cada vez más, y hacía esfuerzos por lanzar otra cuerda, que nunca llegó.

El mar se abalanzó sobre el barco con una ola que barrió la cubierta y arrojó a dos marineros al agua. Un tercer tripulante murió súbitamente al ser arrojado contra el malacate del remolcador. El Morrison Tide se tenía que ocupar ahora de sus propios náufragos.

La fuerza de un nuevo muro de agua se impactó sobre la mandarina. Por más energía que imprimieron en cerrar los puños y aferrarse al tubo, el agua los regó lejos del bote. El Negro sintió por primera vez la revolcada de una ola monstruosa. El golpe de agua que le arrancó las manos del tubo le abrió la boca, invadió sus fosas nasales y lo hizo dar vueltas. Cuando regresó a la superficie vio a lo lejos el bote virado, con la propela hacia el cielo y el techo hacia el fondo marino y desistió de regresar a ella.

El Negro se quitó las botas cuando perdió de vista al barco, preparándose para una larga jornada en el agua. Ubicó a más compañeros y formó con ellos una flor de 14 náufragos que entrelazaron las piernas o los brazos. Les dijo que un barco rescataría al grupo más grande. Pero las oleadas los dispersaban. El Negro sintió a dos de sus compañeros colgados de sus hombros y los arrastró unos metros, hasta que pensó que tendría que deshacerse de ellos o lo hundirían en el mar. 

Alrededor del grupo nadaba Francisco Abreu, un obrero alto y fortachón de 47 años. En la plataforma era de los hombres más serenos, pero entre las olas la ansiedad lo hacía nadar en círculos, sin pausa, deteniéndose sólo unos segundos cuando sus compañeros le pedían que parase. 

Cayó la noche. El Negro miró su reloj y se preocupó porque no estaría en la plataforma para recibir una llamada de su esposa, que esperaba a las siete de la noche. La sal empezó a estragar su visibilidad. A lo lejos vio tres fulgores y pensó que serían tres barcos que iban en su rescate. Consideró que, si ninguno de ellos los rescataba, a mediodía del miércoles estarían en tierra.

El sonido de una hélice revivió el ánimo en el grupo, que se había reducido a seis.

-¡Ya vienen a rescatarnos, son tres barcos y un helicóptero! -celebró.

Pero el helicóptero no bajó nunca. Los vientos de más de 100 kilómetros por hora le alteraban el equilibrio. Apuntaba su luz hacia los grupos de sobrevivientes, los acompañaba durante un rato y se iba.

Un barco se acercó. Era el Far Scotia, de mayor calado que el Morrison Tide. Les lanzó cuerdas y escaleras. El Negro trató de pescarlas dos veces pero los vientos las lanzaban lejos. Sentía en el cuerpo la batalla contra las corrientes subterráneas y el ventarrón iracundo, con sus dos rémoras, pataleó en dirección del barco. Cuando ya estaban a unas brazadas una ola levantó al Far Scotia y empujó a los tres obreros debajo del barco. El Negro levantó la mirada y vio la quilla encima de su cabeza como una guillotina a punto de partirlo en dos. En segundos pasó su vida frente a sus ojos. Pensó en Dios.

Y el barco, en vez de caer con furia, descendió por el aire con la suavidad de una hoja de papel. La misma ola que los había metido debajo del barco los sacó del punto donde el Far Scotia reventó sobre el mar.

Minutos después la cuerda ondeó nuevamente sobre sus cabezas y Jorge Arturo la pescó en el aire. El Negro se sujetó y la tripulación los jaló a cubierta, en donde los esperaban con un cobertor y una taza de chocolate caliente. El Negro vio su reloj: eran las 9:05 de la noche. En el transcurso de una hora subieron 11 de los 14 que habían formado la flor después de que la primera ola los dispersara de la mandarina.

Francisco Abreu, el obrero robusto y desesperado, se aferró a la cuerda y empezó a ascender. Pero a un metro de alcanzar la cubierta estiró la mano para que el marinero le diera el último jalón, pero se quedó a unos centímetros. Como si lo hubiera alcanzado un rayo, se congeló en esa posición y, con el mismo gesto y el brazo extendido, cayó de espaldas al mar. Tampoco subieron el  médico ni el gruyero de la Usumacinta.

 -Tres compañeros de ustedes no la hicieron -les relató un marinero- a uno grandote de overol naranja le faltaban tres o cuatro escalones pero se quedó con la mano extendida y se fue para atrás. El otro era de camisa blanca. Nada más levantaba la cabeza y movía el brazo y ya no hizo más, ahí quedó. El tercero sujetó la cuerda pero cayó otra vez al agua y suponemos que lo agarraron las hélices.

El relato fue interrumpido por un radio de banda civil: «Acabamos de rescatar un cuerpo y su identificación nos dice que es Allende Alcudia Olán», informaba un rescatista de otro barco.

Uno de los 11 sobrevivientes era su hijo Allende Alcudia Sánchez. Mientras estaban en medio del mar, Alcudia Sánchez fue dos veces por su padre cuando las olas lo habían separado del grupo. En la tercera su padre levantó el brazo e hizo una seña que pareció de despedida.

Mandarina dos

 La mandarina número dos cayó al mar y dio un brinco suave. Pensamiento encendió el motor y comenzó a navegar. El viento del norte y la fuga del pozo habían bañado de petróleo la superficie del bote, por lo que dejó abierta la ventanilla y su cinturón de seguridad desabrochado. Por ser el mecánico titular de la Usumacinta le correspondía el timón.

Se había ganado años atrás el apodo de Pensamiento por una ocasión en la que debía operar una grúa y mover una carga con extremo cuidado.

-¡¿Qué hacemos?! -lo urgían sus trabajadores mientras lo veían reflexionar.

-Espérense, que estoy pensando -les respondió.

La tarde del miércoles 23 de octubre, al mando de la mandarina, Pensamiento volvía a meditar: debía alejarse de la plataforma lo más rápido posible y evitar así un choque con las patas de acero, que habría sido mortal. Pero no estaba convencido de acelerar el motor hacia la costa. Prefería mantenerse cerca de la Usumacinta y del barco que maniobraba para acercarse.

El bote sucumbía a la furia del mar. El viento y las olas la lanzaban por los aires y la recibían con una patada en la anarquía del agua. Adentro olía a huevo podrido. El gas que había bañado al bote durante horas provocó el pánico en el interior: «¡Nos vamos a ahogar!», clamó uno de los plataformeros. Tras los gritos, seis obreros vomitaron. Pensamiento alcanzó a ver que el Morrison Tide se empeñaba en el rescate de la mandarina uno, y lo fue perdiendo de vista hasta desaparecer.

El acuerdo fue navegar hacia la costa. Pensamiento aceleró el motor. Rigoberto le pidió que le cediera el timón en virtud de que había crecido en una familia de pescadores y ya había escapado de dos huracanes en lanchas de pesca. Rigoberto conocía el camino a tierra firme porque era oriundo de Emiliano Zapata, una colonia costera en la península de Atasta, pero Pensamiento le respondió que no y le pidió que estuviera pendiente de la brújula.

El joven pescador alcanzó a ver una línea ola tan alta que no dio crédito a sus ojos. Toneladas de agua cayeron sobre el bote y lo desaparecieron de la superficie como si el mar lo hubiera tragado de un bocado. La ola revolcó la mandarina, la hundió varios metros y la hizo dar vueltas. Pensamiento alcanzó a ver una sucesión de brazos y pantorrillas que no terminaban de caer cuando empezaban a elevarse de nuevo. Sintió los golpes en el cuerpo y en la cabeza, cayó, se levantó, se aferró a los bordes de los asientos. Escuchó el sonido de un tanque de oxígeno que golpeó las paredes y los cuerpos, y que se había colado de manera irresponsable al interior del bote.

Fue la primera de varias veces que Pensamiento se sintió parado en la orilla de la muerte. En esos largos segundos se agotó su convicción de que cada uno de los pasajeros a su cargo llegaría sano y salvo a tierra. Después de la última vuelta la mandarina quedó a oscuras y empezó a subir con lentitud, pero con cada metro que ascendía se filtraban lenguas de agua al interior.

Cuando el bote reapareció en la superficie, Pensamiento entendió la expresión «tener el agua al cuello». Jaló aire de un pequeño espacio que quedó libre de agua. Entre sus brazos, flotando, sintió los cuerpos inmóviles de sus compañeros, bocabajo, con los brazos en cruz, arrojando las burbujas de los últimos alientos. La mandarina estaba virada, con el techo en el fondo marino y la propela hacia la superficie como un escarabajo acostado de espaldas.

Leopoldo Cuarenta, un mecánico que estaba a prueba en la plataforma, alcanzó a abrir las llaves de oxígeno. Con la cara hacia arriba en busca de aire, palpó con los pies el techo convertido en piso, descifrando con desesperación su estructura a fin de encontrar una salida. Cuando sintió el hoyo de la escotilla se zambulló y se impulsó al fondo del bote, salió de él y pataleó hacia arriba. 

Al llegar a la superficie, Pensamiento vio que una veintena de sus compañeros se aferraba a la orilla mientras otros se trepaban a la base del bote. En ese momento se percató de que no vivía un sueño, sino que estaba ahí, perdido en medio del mar, sin barcos cerca y atenido a sus fuerzas. Recordó que estaba a punto de cumplir 60 años, que le faltaban seis meses para la jubilación, le vino a la mente su bisnieto y el coche que apenas había sacado de la agencia.

-Dios mío, si tú lo puedes todo, haz que amainen los vientos -pidió.

Con esta crónica fui nominado al premio de la FNPI (hoy Fundación Gabo) en 2010. Acá mi diploma firmado por el Premio Nobel.

Se subió a la base de la mandarina en donde ya estaban algunos de sus compañeros. No se había dado cuenta de que la revolcada le había cortado el pabellón de la oreja y le había abierto una herida de cinco centímetros en el cuero cabelludo, de donde se escapaban sangre y fuerzas.

Del mar vio salir a su jefe y amigo, José Ramón Granadillo, sin chaleco salvavidas. Le dio la mano y lo ayudó a subir. El viento le quitaba volumen a sus voces y las convertía en susurros.

-¿Qué te pasó, por qué te sacaste el chaleco? -le preguntó Pensamiento.

-Me lo tuve que quitar porque no me dejaba salir.

Su jefe era esbelto y bajito. Cuando estaba dentro de la mandarina, se clavó dos veces al agua para escaparse por la escotilla pero el chaleco lo botaba de regreso al interior. En la tercera zambullida logró salir porque se despojó del chaleco. Pensamiento y Rigo amarraron a Granadillo al tubo perimetral de la mandarina. Los chalecos salvavidas se habían equipado con una lámpara, un silbato y una tira de seda que en caso de naufragio serviría para amarrarse unos con otros.

Los muros de agua persistieron en sus embestidas contra los obreros. «¡Aguas!», era el grito más recurrente en las largas horas. Las olas los barrían de la superficie del bote, los desaparecían entre los pliegues del mar, los revolcaban hacia el fondo y de regreso a la superficie.

Una de esas olas rompió la cuerda que ataba a Granadillo y lo alejó del grupo. Pero el jefe de mantenimiento se empeñó en regresar al bote. Rigoberto lo arrastró y lo ayudó a subir.

Minutos después, otra ola gigante los barrió de la mandarina. Granadillo volvió a patalear. El golpe del agua sacó del interior dos chalecos salvavidas que aparecieron flotando entre las aguas. Granadillo quedó a tres metros de uno de los chalecos y a la misma distancia del bote. No titubeó. Prefirió asegurar su regreso al bote que arriesgarse por el chaleco.

El mar devoró uno de los chalecos en segundos. El otro se quedó flotando alrededor del grupo a sólo tres metros de distancia. Era el chaleco que le hacía falta a Granadillo. Los náufragos lo miraron flotar varios minutos en la superficie. Estaban agotados, casi sin hablar, reservando las energías para la siguiente ola y el próximo golpe de viento. Al cabo de un rato el chaleco comenzó a alejarse, a tomar su camino hasta desaparecer.

Granadillo no pudo regresar de una tercera embestida del mar. La muralla de agua se abalanzó sobre la mandarina regando a los trabajadores en diferentes direcciones. La furia de la ola golpeaba al náufrago, que debía conservar el aire, aguantar la penetración de agua contra su nariz y boca y nadar de vuelta a la superficie. Pensamiento y Rigo lo vieron salir exangüe de la revolcada, dar algunas brazadas y abandonarse en el desierto de agua.

Pensamiento vio partir así a siete compañeros. Uno de los obreros de Perforadora Central, Carlos Gurrión, trató de atar uno de los cadáveres al tubo del bote. No lo consiguió. Horas después él también sería vencido por el mar.

Más que las olas, los mataba el cansancio. Había un rictus que antecedía el momento de la muerte. La resignación aparecía en sus rostros morados y tras ella se apagaba la energía para regresar al bote.

La alegría, sin embargo, llegó a los náufragos con el sonido de las hélices. Estaba a punto de atardecer y Pensamiento contó a 11 compañeros cerca de la mandarina, algunos esforzándose por acostarse en la superficie y otros aferrados al tubo perimetral.

Primero fueron dos helicópteros de Pemex los que se acercaron a seguirlos. Los sobrevivientes acordaron que el primer rescatado sería Pensamiento. La herida de su cabeza no dejaba de sangrar a pesar de que las aguas del Golfo la habían lavado y salado mil veces. La palabra rescate se convirtió en el aliciente en la lucha contra los golpes de la naturaleza.

Pero los helicópteros se fueron. Los vientos los zarandeaban y les impedían llegar más abajo. Después se acercó una tercera nave, ahora de la Armada de México, y la única que contaba con un malacate para asistir náufragos.

Una de las cientos de olas que los embistieron había alejado del bote al cocinero de noche, que nadaba a la deriva. Sujeto al malacate, un buzo bajó hasta la superficie del mar, lo abrazó por la espalda y lo sacó del agua. Ambos empezaron a subir hacia el helicóptero tirados por el motor del cabo.

El marino, sin embargo, no soportó el peso del hombre robusto y agotado, del cocinero de noche que ya llevaba el rictus de la desesperanza. Unos metros antes de subir se le escapó de los brazos. Sus compañeros sólo alcanzaron a ver el hoyo que se formó en el agua. Los helicópteros no intentaron otro rescate de esas características.

Pero no se fueron. La noche cayó sobre el mar picado y las naves siguieron a los sobrevivientes en las largas horas de vida y muerte. Desaparecían unos minutos y regresaban. La luz de sus reflectores alumbraba las gotas de lluvia que bailaban al ritmo de las rachas de viento.

-Diosito, Señor, si tú puedes todo, haz que amainen los vientos -suplicó Pensamiento por segunda ocasión.

La luz de los reflectores se volvió lejana, tenue. La sal del mar había debilitado la vista de los sobrevivientes. Las lámparas y los silbatos que portaban en los chalecos hacía muchas horas que los había dispersado la marejada. Con el embate de cada ola los náufragos se esforzaban por volver al bote. Se reportaban a gritos en medio de la noche y con la visibilidad casi a cero.

-¡Pensamiento!

-¡Rigo!

-¡Cuarenta!

-¡Aquí estoy!

-¡Aquí estoy!

-¡Aquí estoy!

Pensamiento se subió al bote y oyó un «toc toc toc». Respondió con los nudillos: «toc toc toc». Pegó la oreja sana pero no escuchó voces, sólo los golpes del interior de la mandarina. Había sobrevivientes adentro del bote abatido cien veces por la ira del mar.

Adentro, Maribel Bolaños, empleada de Servicios de Comisariato, Sercomsa, permaneció a oscuras casi 12 horas. El agua le llegaba a los hombros y el golpe de las olas más altas la hundía por completo. Escuchó las últimas palabras de sus tres compañeros: 

-No sé nadar… -le dijo la cocinera.

-No puedo más, estoy muy cansado… -sollozó rato después un trabajador- no tengo fuerzas…

-Nadie va a venir a rescatarnos -lamentó el tercero; su respiración se convirtió en un llanto y se apagó.

-No se preocupen, vamos a rezar, vamos a pedir a Dios que nos ayude -alcanzaba a responder Maribel.

Después del silencio del último, Maribel se quedó en ese vientre de fibra de vidrio y agua salada, sólo con la compañía de los cadáveres.

Con los ojos entrecerrados Rigoberto divisó dos luces ya entrada la madrugada. Eran los faros de la barra del río San Pedro y San Pablo, la división natural de los estados de Tabasco y Campeche. El faro del norte indicaba el inicio del pueblo de San Pedro en el territorio tabasqueño, y el faro del sur, el de Nuevo Campechito, el poblado vecino de su natal Emiliano Zapata.

-¡Cálmense, ya me ubiqué, ya sé dónde estamos! Un ratito más y llegamos, ya está cerca el río -animó Rigoberto.

En menos de una hora la marejada los condujo a las costas de Nuevo Campechito. El bote salvavidas, virado, golpeado y roto arribó pasadas las 03:00 de la madrugada. Rigo se soltó del tubo del bote y sintió el suelo bajo sus pies.

El helicóptero de la Armada aterrizó en un claro de la playa a 250 metros del punto de arribo de la mandarina. Eran 12 los sobrevivientes que recalaron en una playa atiborrada de mangles. Temblaban de frío, estaban casi ciegos y sordos por la sal y los golpes. Se abrazaron en un solo cuerpo para darse calor, boca con oreja y pecho con hombro. Le dieron gracias a Dios por estar vivos y le pidieron por sus compañeros que se quedaron en el camino.

Pensamiento se apoyó en Rigo. Estaba exhausto. Había perdido conciencia de la herida que le marcaba la cabeza.

-Déjame aquí, ya no puedo más -le imploró el mecánico.

-Tanto nadaste para que en la orilla te mueras -le reprendió el joven ayudante de eléctrico y lo llevó hasta el helicóptero.

El grupo decidió que sólo ocho se subirían a la nave. Los otros cuatro regresaron al bote a tratar de virarlo para rescatar a Maribel. Consiguieron acercarlo tres metros a la playa. Aprovecharon el impulso de las olas para darle vuelta pero les faltó un empujón, una poca de la fuerza que habían dejado en la lucha contra la rabia del Golfo.

Rigoberto encontró un hueco y metió la mano pero la sacó de inmediato, instintivamente, al sentir una pierna sin vida. Un segundo helicóptero aterrizó a los pocos minutos y un marino les ordenó que lo abordaran. Venía en camino una tercera nave al rescate de la sobreviviente atrapada al interior de la mandarina.

El pescado

A raíz de la muerte de 22 personas –20 trabajadores de la Plataforma Usumacinta, y dos más del barco Morrison Tide— Petróleos Mexicanos encargó al Premio Nobel Mario Molina que integrara una comisión investigadora, y pidió otro estudio a la consultoría estadounidense Instituto Batelle, ésta para indagar la Causa-Raíz del accidente. La Comisión Molina apuntó hacia la cadena de negligencias que arrojaron a los obreros al mar embravecido: a pesar de que se disponía con mucha anticipación de datos sobre la peligrosidad del Frente Frío, la calidad y precisión de los pronósticos fue inadecuado; aun cuando el Frente Frío tenía características de huracán, no ameritó el desalojo de las plataformas; no se tomó en cuenta que plataformas anteriores habían modificado el suelo marino, razón por la cual los planos no coincidían con la realidad y provocaron inestabilidad en la Usumacinta; el personal no estaba capacitado para una emergencia, y los barcos que asistieron el rescate tampoco contaban con capacitación ni equipo adecuado.

El Instituto Batelle le lavó las manos a Pemex: las muertes se debieron, dice, a las decisiones que tomaron los trabajadores: “la decisión de abrir una o más escotillas fue la causa raíz del estado fallido y de los decesos relacionados”, es la conclusión del reporte de 900 páginas, aun cuando reconoce, por ejemplo, que los materiales de la mandarina dos eran inferiores a lo esperado. “La expectativa errónea de que la transferencia [de las mandarinas a los barcos] pudo haberse realizado a salvo en aguas tempestuosas fue el origen del intento de transferirse y de los decesos resultantes”, dice en una prosa redundante y burocrática. En pocas palabras, la culpa fue de los muertos y de los sobrevivientes. 

De manera opuesta, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) reportó en la recomendación 014/2009 violaciones a los derechos a la vida, la integridad física, la seguridad jurídica y a la legalidad por omisión de Pemex, debido al incumplimiento de las normas y reglamentos de seguridad, deficiente capacitación y equipo, sumado a la falta de embarcaciones de salvamento en la zona. Según los testimonios recabados por la CNDH, muchos trabajadores jamás habían asistido a un simulacro, los equipos de respiración autónoma estaban encadenados y no pudieron ser usados, las alarmas nunca sonaron, se bloqueó deliberadamente las puertas de la zona habitacional y una de las mandarinas tenía pegotes de silicón que se botaron a la primera ola. Pemex, afirma la CNDH, conocía de múltiples quejas de trabajadores y no actuó para remediar los problemas de seguridad.

“Se acreditan violaciones a los derechos humanos en agravio de las 22 personas que perdieron la vida el 23 de octubre de 2007 en la sonda de Campeche, así como de las 68 personas que resultaron lesionadas, toda vez que los servidores públicos de PEMEX toleraron que la plataforma Usumacinta funcionara en condiciones que no garantizaban cabalmente la integridad física y la vida de los trabajadores”. A pesar de la denuncia de la CNDH, ni un solo funcionario de Pemex fue juzgado por las omisiones que llevaron al accidente. Nadie tuvo que renunciar tampoco.

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Después del accidente, Pensamiento notó que se convertía en pez. La piel se endureció y se hizo escamosa. Las ministraciones de suero se volvieron una batalla para los médicos, que no sólo no encontraban las venas, sino que no podían clavar los catéteres.

La noche del miércoles 24, cuando estaba en el hospital del Seguro Social de Ciudad del Carmen, Pensamiento se resignó a esperar en urgencias a que se desocupara una cama, lo que ocurrió hasta el viernes 26.

La herida de cinco centímetros en el cuero cabelludo se había infectado y debió pasar internado 14 días. De la oreja derecha quedó sólo el lóbulo, y se acostumbró a que la pata de los anteojos se apoyara en el vendolete blanco. A pesar de que la prueba de audibilidad mostró que había perdido 50 por ciento en el oído derecho, los médicos le dijeron que podía volver a trabajar.

Después de que la piel se le puso escamosa, Pensamiento la mudó como si fuera serpiente. Al amanecer notaba que las escamas aparecían en montoncitos al pie de la cama. Una capa nueva y delgada de epidermis surgió de abajo de los pellejos que fue dejando con el paso de los días.

Pero si bien la piel de pescado se cayó de su cuerpo, a Pensamiento le quedaron las huellas del naufragio adheridas al alma. Uno de sus placeres era acostarse a dormir y disfrutar los sueños, en donde aparecía su familia o los buenos momentos del día. La furia del mar, sin embargo, invadió ese territorio antes inexpugnable con lagunas, plataformas que se hunden, cadáveres y marejadas. Una noche de noviembre, de camino a Mérida, Pensamiento se alarmó cuando un pescado del tamaño de un hombre se atravesó en la carretera caminando sobre la cola.


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