La madrugada del 19 de febrero de 2006 una explosión de gas sepultó a 65 mineros en la Unidad 8 de Pasta de Conchos, una mina situada en el municipio de San Juan de Sabinas. El gobierno de Vicente Fox se negó a intentar un rescate. Tampoco lo hicieron los gobiernos de Felipe Calderón ni Enrique Peña Nieto. En 2013 estuve en la Región Carbonífera y hablé con sobrevivientes, activistas y confirmé que el negocio del carbón está atravesado por la narcopolítica.
Minas de Barroterán
Este pueblo empezó hace años su camino hacia la destrucción y, de no ser rescatado de la ruina, en unas décadas desaparecerá de la tierra como otros pueblos de la Región Carbonífera. Minas de Barroterán sobrevive a una guerra que no se ha librado nunca: los pozos de carbón se convierten en tumbas adornadas con cruces de hierro y flores de plástico; hombres mutilados deambulan por las calles apoyados en bastones o montados en sillas de ruedas. El río está envenenado, torbellinos de polvo surcan sus cielos y taludes de ceniza se acumulan sobre la tierra ociosa: porque en la Región Carbonífera de Coahuila —al noreste de México— todo es desechable: los brazos y las piernas de los mineros; los escombros que algún día fueron cines, parques y albercas; las minas y los pozos de carbón y, sobre todo, la vida de los hombres. Lo saben las grandes empresas mineras y los caciques locales que hacen negocio con el mineral: cada vez que un minero muere asfixiado, ahogado o sepultado, su hijo se dispondrá a bajar a los pocitos a rascar las entrañas del planeta a cambio de un sueldo jodido y jugándose el pellejo en cada palada de carbón.
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La madrugada del 19 de febrero de 2006 una explosión de gas sepultó a 65 mineros en la Unidad 8 de Pasta de Conchos, una mina situada en el municipio de San Juan de Sabinas. Desde entonces, otros 94 hombres han muerto en la minería del carbón. Rutinariamente, las tragedias del subsuelo dejan uno o dos muertos. Pero a veces las cifras crecen, como el 3 de mayo de 2011, cuando una explosión en el pocito de Binsa mató a 14 mineros y dejó lisiado —sin un brazo— a un niño de 14 años de edad que trabajaba como ganchero.
Los registros históricos alimentan la estadística: en 1889, 300 muertos en la Mina El Hondo; 1908, 200 muertos en la Mina 3 de Rosita y 200 en la Mina 2 de Palaú; 1910, 300 en la Mina 2 de Esperanzas; 1925, 41 en la mina 4 de Palaú; 1934, 57 en la mina 6 de Rosita; 1939, 67 en la mina 5 de Palaú; 1969, 153 en la mina Guadalupe de Barroterán; 1988, 37 mineros en la mina cuatro y medio de Esperanzas; 2001, 12 muertos en La Morita y, en 2002, 13 muertos en el pozo La Espuelita, sólo por mencionar cifras de dos dígitos en adelante. En todos los casos se han recuperado los cuerpos, salvo en los siniestros de 1889 y en la Unidad 8 de Pasta de Conchos de febrero de 2006.
La Región Carbonífera de Coahuila produce arriba de tres mil millones de toneladas de carbón al año. Con la mayor parte de ese carbón, la Comisión Federal de la Electricidad (CFE) general el 90 por ciento de su producción energética. El gobierno del estado de Coahuila funge como intermediario entre los productores y la CFE a través de la empresa paraestatal Promotora para el Desarrollo Minero (Prodemi). De acuerdo con la Organización Familia Pasta de Conchos (OFPC) 69 de las 71 empresas registradas en la Prodemi incumplen con alguna regulación laboral.
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La esperanza de Cristina Auerbach
Cristina Auerbach cambió la colonia Del Valle —un barrio de clase media en la Ciudad de México— por Barroterán, el pueblo más pobre de la Región Carbonífera. Pero no perdió su estilo: la mañana del 17 de marzo de 2013, cuando abordó su camioneta Toyota Cruiser camino de la mina El Progreso, una gargantilla y aretes de plata enmarcaban su rostro y había peinado su cabello corto con pistola de aire.
Llegó a la Carbonífera el 22 de febrero de 2006, tres días después de la explosión de la Unidad 8 de Pasta de Conchos, en San Juan de Sabinas, Coahuila: “desde entonces no tengo ojos ni corazón, ni tiempo ni esperanza que no sea para la minería del carbón” afirma. Con más de 350 familiares de los mineros sepultados en Pasta de Conchos, fundó la Organización Familia Pasta de Conchos (OFPC), que demandó al Estado mexicano ante la Organización de Estados Americanos (OEA) para exigir la recuperación de los 63 cuerpos.
Durante cuatro años, Auerbach alternó su vida entre la Ciudad de México y esta porción del estado de Coahuila. Hasta que tuvo que enfrentar una disyuntiva: el exilio en Europa o la residencia en la región.
Desde que asumió la defensa de los trabajadores de la Carbonífera y se enfrentó a los caciques de la minería, su vida en la Ciudad de México se tornó una pesadilla. En agosto de 2007 la golpearon en la cochera de su casa. No le robaron joyas ni dinero, sólo su computadora y sus medicamentos para el control de la diabetes. A los pocos meses, hombres disfrazados de policías federales pretendieron entrar a su domicilio. Y tiempo después, para que no hubiera dudas, le aflojaron los birlos de las cuatro llantas de su camioneta. Y eso que ya la acompañaba una escolta del Gobierno del Distrito Federal.
Su grupo, conformado por sacerdotes y laicos progresistas de la Compañía de Jesús —agrupados en el Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal)— preparó su salida del país. Austria. Dos años mientras se enfriaran las cosas. Ella misma lo meditó. Pero al final no se fue a ninguna parte más que este desierto carbonero: “Nos preguntamos cómo hacer transparente la presencia de Dios en la Región Carbonífera. Y supimos que la respuesta estaba aquí mismo, no en ir y venir”.
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Vuelta a Minas de Barroterán
El torbellino de polvo negro surgió de la planta lavadora La Florida y ascendió tan alto que Cristina Auerbach dijo que llegaría a las narices de Dios. Hace décadas había tantas flores en este pueblito minero que le pusieron ese nombre: La Florida. Pero llegó Altos Hornos de México (AHMSA) y convirtió sus alrededores en un basurero de terreros grises. El paisaje semejaba más a las fotografías de los cráteres de la luna, de vez en cuando interrumpidos por alguna cancha de básquetbol que AMHSA construyó para agradar a la comunidad.
En Minas de Barroterán había una piscina, chapoteadero, canchas de básquetbol y vestidores para los mineros. Pero desde hace un cuarto de siglo —nos dijeron los habitantes del pueblo— la alberca y el chapoteadero están secos. La maleza devora las paredes de los vestidores, que hedían a orines y caca. Y en el lecho de las albercas yacían restos de llantas, botellas de plástico y leyendas pintarrajeadas que invitaban a comer cheetos.
A sólo unos metros, de unas gradas para ver el básquetbol no quedaba nada más que sus esqueletos de fierro resignados a la herrumbre. El conjunto pertenecía a las instalaciones deportivas de la sección 175 del Sindicato Minero. En la década de 1980, Barroterán vivió un auge por decreto presidencial. Pero al poco tiempo se impuso la condición de los pueblos de la Región Carbonífera: son desechables como las colillas de los cigarros.
En el pueblo no hay un parque, un cine ni una casa de cultura. El kiosco no tiene techo ni hay sombras en la plaza de un pueblo en donde la temperatura rebasa los cuarenta grados. La única manifestación cultural visible es el monumento al minero caído: una madre carga el cuerpo flácido de un hombre ahogado o asfixiado.
Los caciques mineros, los periódicos locales, los gobernadores, han asociado la muerte con el deber, como si los trabajadores fueran soldados en tiempos de guerra. El ex gobernador Jorge Torres declaró en mayo de 2012 al recordar a los 14 muertos del pozo 3 de Binsa: “de nueva cuenta pagaron con su vida, a manera de ofrenda, por la osadía de arrancar el negro energético de las entrañas de nuestra querida Región Carbonífera”.
Más allá de las avenidas principales, las calles no se han pavimentado, y las casas de interés social para los mineros son tan pequeñas que recuerdan las que describió Emile Zolá en la novela Germinal. Barroterán es tan parecido al Montsou del escritor francés del siglo XIX que la única diferencia mayor es que ahora se sumaron dos actores distintos: el PRI y los Zetas.
Si acaso su proceso de autodestrucción no se detiene, Barroterán no será el primer pueblo minero en desvanecerse. Mineral de San Felipe el Hondo, en el municipio de Sabinas, fue célebre por una explosión a fines del siglo XIX y porque fue, también, el pueblo natal de Emilio el Indio Fernández. Un reportero del diario Vanguardiaescribió en 2012: “hoy todo es ruinas y ranchos privados y nada queda de aquella mina que vivió una de las grandes tragedias de la Carbonífera…”
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Los monólogos del carbón: el minero Jorge Alberto Ibarra Escareño
Trabajé unos tres años en la Mina 8 de Pasta de Conchos. Luego en los pozos de carbón y ahí quedé inservible. En Pasta de Conchos yo era caminero: de los que transportan el polvo inerte, la madera, las vigas. Dejé Pasta unos cuatro años antes de la explosión: era muy poca seguridad más aparte los sueldos que te dan. Yo era de los del mero fondo: ganaba 580 pesos a la semana. Me fui a los pozos porque me platicaron que ganas más. En los pozos te pagan por lo que hagas a destajo. Para la una de la tarde ya estaba en mi casa con 500, 600 pesos diarios.
Te abajan en un bote de la basura enganchado con un malacate. Hay pozos de 20, de 70, de 100 metros. Y andas agachado, empinado todo el día. En los pozos usamos pistolas de aire. Tienes que tumbar 10 carretillas para que equivalga a una tonelada. La pistola pesa unos 20 o 25 kilos, es toda de fierro. Nada más picas el gatillo y se oye rrruuurrr y empieza el polvo.
En los pozos andas en chores. A veces traes botas de hule, no siempre. Más aparte trabajas sin camisa porque acabas empapado de sudor. Al mes quedas bien delgado y liviano. Si quieres dinero tienes que trabajar rápido. Si no haces nada no te pagan nada. Cuando te pagan los sábados el patrón trae una mochila de feria y no te da recibo ni nada.
El pocito estaba por la salida a Piedras. Nosotros entrábamos a los 2 de la tarde. Éramos una tercia: dos manteando y uno tumbando con la pistola el carbón. Yo estaba carretillando: cuando tumbas el carbón lo tienes que transportar por medio de carretilla. El cañón tenía 260 metros de largo y para abajo unos 33 metros.
Llené la carretilla y quise levantarme cuando sentí la tierra que se me vino. Me enganchó el pie y me lo quebró. Me tuvieron que transportar en la carretilla 260 metros. Me metí al bote quebrado de mi pierna. No teníamos Seguro Social. El patrón se llamaba Juan Manuel Lares Martínez.
No había camilla. Me echaron en un cobertor y me subieron en una troca del hijo de mi patrón. Me aventaron en la clínica. Yo ahí estaba en el suelo. Iba gente pasando y les pedí el teléfono porque en el tiempo ése la mamá de mis hijas trabajaba en una empresa y yo tenía Seguro Social por parte de mi esposa.
Ese mismo día el patrón me dijo que si lo denunciaba mi familia iba a sufrir las consecuencias, porque supuestamente anda con Los Zetas. Todos los pocitos que están fuera de la ley pagan cuota. Los que mandan en este pueblo son Los Zetas. Y yo no dije nada, hasta con el tiempo viéndome yo mi pie, me dije: “pues vale más que le mueva, porque para toda mi vida voy a estar mal”. Yo como quiera me decidí y lo hago por mis hijas y ya si me dan un balazo descanso.
En el cuaderno que llevé pa México, que se lo di a la Secretaría del Trabajo, venía las cuotas: al presidente municipal cinco mil; al comandante de los Zetas, diez mil, y a los del PRI tres mil pesos.
A los seis meses recaí y me volvieron a quebrar otra vez para ponerme los fierros. Y tengo que volver a ir a que me cambien los fierros: van a ser tres veces que me han quebrado el pie. Y me ha costado la sangre: Acá lo que se usa es que tú le das una feria al donador para que te done la sangre.
Qué más quisiera que trabajar, tengo cuatro niñas: una en la prepa, otra en la secundaria federal; la tercera, que está en sexto y una más en quinto. La mamá de ellas hace tortillas y ellas le echan una mano. Yo de mi parte no les doy porque no puedo. Cuando jalaba sí, todo estaba bueno. Pero yo vivo con mi mamá, que es una persona pensionada, porque pos yo de ónde.
No tengo pensión. Le había puesto una demanda en Sabinas, Coahuila pero se declararon incompetentes porque este señor Lares suelta feria y se quedan callados. De ahí me pasé a la Junta de Saltillo y de ahí no he recebido respuesta de nadie. La última vez fue el patrón y negó todo: que no me conoce ni nada.
Como a los 15 días se mató Adrián con el mismo patrón, bajándolo a un pozo: le echaron la culpa de que se había intoxicado con una comida. Pero al pozo vas bien comido: si no comes a los 20 minutos andas todo zurumbato. El último que se le accidentó a Lares tiene fractura de cráneo. Y hay más (accidentados) pero están amenazados.
Pido trabajo y me miran el pie. Y les digo que de velador y me dicen que no. El lunes tengo que ir con el doctor para que me programe, me vuelva a quebrar y voy a estar en cama unos seis meses otra vez porque la tibia y el peroné están hechos garras.
De milagro estoy vivo. Si no se me hace justicia no le hace, pero de perdida que quede para las generaciones, para los que vienen. He conocido muchos amigos que no viven para contarlo. Por lo mismo que no le ponen seguridad. Es raro cuando un encargado baja con el metanómetro.
Con mi patrón el pocito le daba 680 toneladas a la semana. Al trabajador lo más bajito le pagan a 50 pesos tonelada y lo más a 100 pesos. Pero estás hablando que hay gas. Más riesgo. Y no tienes Seguro. Yo me tardaba unos 20 minutos en sacar una tonelada. Con mi tercia estábamos sacando 21 toneladas al día.
Estas gentes le venden el carbón a los que sí tienen concesión. Es lo que hacen aquí. Ellos de hecho no tienen concesión, no tienen permiso, no tienen nada. El pueblo se vende por unos cuantos pesos. Se lo pueden vender a Guadiana, a quien quieras, al mejor postor. Por decir, si IMMSA se lo paga a 700 y los Guadiana en 800, pues a Guadiana.
Hay pozos legales, que tienen todos los derechos, pero no te registran en el Seguro conforme a lo que ganas, te registran con 100 pesos (al día). En las minas tienes prestaciones de ley. En el pozo no tienes aguinaldo, no tienes ahorro. El pozo es para que hagas billete, arregles visa o pagues coyote.
De joven me fui al otro lado: San Antonio, Nueva York, Nueva Jersey, Pensilvania. Allá hacía carpintería y tablarroca. La última vez duré cinco años pero no pude estar mucho tiempo sin mis hijos. Vine a verlos y como a los cuatro meses me pasó esto. Fue un miércoles. El sábado yo me iba a ir a Estados Unidos pero ya no me fui.

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Progreso y machete
Un hombre con machete en mano se acercó a nosotros. Su caminar era lento y accidentado como don Quijote después de una paliza. Gordo y viejo, era el cuidador de la mina El Progreso, ubicada a unos cientos de metros del poblado La Florida. Era también sobreviviente de la explosión de las minas dos y tres de Guadalupe, en 1969, donde murieron sepultados 153 mineros.
La triste figura del vigilante se correspondía con el escenario de la mina, más parecido a la locación de una película del Viejo Oeste que a una de las regiones con mayor potencial económico del país: una bandera de México, ennegrecida por el carbón, ondeaba sobre un riel con tres carros de acero. Y si la normativa minera exigía que hubiera un comedor, en esa mina —propiedad de un ex presidente municipal de la región— un letrero con la leyenda “comedor” adornaba un tejabán de lámina. Y si mandataba que hubiera un baño, ese requisito se subsanaba con un cuarto sobre un hoyo en medio del patio. Y lo mismo con las medidas de seguridad: la supuesta salida de emergencia era un pocito a unas decenas de metros —supuestamente conectado a través del subsuelo— que no servía para sacar personas sino para extraer más carbón.
A los pocos minutos, al sobreviviente de la explosión en Guadalupe, de nombre Jorge, se le sumó Fabio, otro vigilante de la mina, rengo de la pierna derecha, quien ganaba 600 pesos por 48 horas de cuidar las instalaciones.
Era la figura de Auerbach la que contrastaba con el talante melancólico de la mina. Delgada y sonriente, con gafas de sol y tenis converse, bromeaba con los mineros: yo vengo a las minas los sábados, decía, para que no me corran los dueños y así poder conversar con los trabajadores como ustedes. Les habló de sus derechos laborales y de la Organización Familia Pasta de Conchos, que estaba luchando por un doble rescate: el de los 63 cuerpos de aquella mina y, aun más ambicioso, por el rescate integral de la zona carbonífera: “Tenemos que empujar todos por una minería más segura para ustedes”. Les dio su dirección en Barroterán y les dijo que ahí los estaría esperando para cuando quisieran beber un vaso de agua y contar su historia.
El viejo sobreviviente le hizo ver que eran vecinos en Barroterán y le contó de cómo se hacía la minería en sus años de juventud: con mulas de carga: “valía más la mula que uno”.
La mina El Progreso había sido la última parada por un recorrido en los alrededores de Barroterán con Cristina Auerbach. Primera estación: un cementerio con trece cruces a la orilla de la carretera: ahí había estado el pocito La Espuelita, en donde murieron ahogados trece mineros el 23 de enero de 2002. Por el camino a La Florida nos topamos con cientos de colinas de polvo: los desechos de los tajos a cielo abierto que ha dejado el Grupo Acerero del Norte (GAN), cuyo presidente es Alonso Ancira. Para compensar, GAN plantó arbolitos a la orilla de la carretera, construyó canchos de basquetbol y sembró letreros con la leyenda: “No tirar basura. Compromiso con la comunidad”.
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Los monólogos del carbón: las buenas noticias de Cristina Auerbach
Cristina Auerbach: Aquí la vida es un milagro, todos los días. Si hace siete años me hubieras dicho que estaría viviendo en Barroterán, me hubiera muerto de la risa. Es un pueblito de siete mil habitantes: el más despreciado, donde viven los mineros más pobres, más alcoholizados, los más olvidados, y los que más riqueza han generado al país.
Estamos haciendo el recuento de las muertes no masivas, pero cotidianas. Son muertos de nadie, los muertos que no nos comprometen a nada. Y de los mutilados en las minas de carbón. Quedan subregistrados en el IMSS con sueldos de 100 pesos y reciben pensiones de dos mil pesos al mes. Hacemos el obligado trabajo asistencial de acompañar a sus familias y que tengan medicamentos mientras se están recuperando.
Es un horror esta región. Cómo hacemos para no volvernos locos en el intento y que no nos gane la muerte. Y a pesar de la tragedia poder contar buenas noticias. Si algo hace la Teología de la Liberación en seguimiento a Jesús es contar buenas noticias. No sólo verdades, sino verdades que sean buenas noticias. En el horror y la muerte se hacen evidentes los signos de la vida.
Hemos tenido crisis muy fuertes, incluso de depresión. Estuve yendo con siquiatra al año y medio después de Pasta de Conchos. Mi gran miedo —te digo que soy bien egoísta (ríe)— era que llegara el día que muriera alguien que yo conociera. Ya me pasó. Se suicidó el hijo de un minero que se rescató de un pozo después de una semana de estar adentro. El minero salió vivo, y al año dos meses se suicidó el chamaco de 14 años.
Para entender la región carbonífera hay que entender la historia del PRI en Coahuila. Es un negocio priista. Rogelio Montemayor —ex gobernador de Coahuila— es un cacique y coyote de la región. Muchos presidentes municipales tienen concesiones de carbón. Y no sólo Grupo México. Altos Hornos de México (AHMSA) tiene minas.
Un pocito deja de ganancias 100 mil pesos a la semana. Me he encontrado con pocitos en donde al velador no le dan ni una lámpara. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) habla de nuevos modelos de esclavitud y ahí se inscribe la Región Carbonífera de Coahuila.
¿Cómo llegué aquí? Carlos Rodríguez (el fundador del Cereal) me dijo un día que si no lo quería acompañar con un grupo de mujeres de Phillips que se estaban reuniendo. Les di un curso del rosario todos los lunes durante dos años. Salían agotadas y se iban al curso. Era el rosario visto desde la Teología de Liberación, por supuesto. Me impresionó tanto que a partir de ese momento me dediqué a cuestiones obreras.
Carlos Rodríguez era dos años antes que yo en el Instituto Máximo de Cristo Rey. A mí Carlos se me hacía muy impresionante porque era un cura obrero. Es de un grado de exigencia brutal. Carlos no da tregua y no se da tregua. Es de un tenaz que raya en la terquedad.
Trabajamos con petroleros y electricistas, pero la minería del carbón nos dejó una huella entrañable, porque no sólo te enfrentas a la brutalidad de las contrarreformas laborales sino el hecho de ir a los funerales de los mineros que mueren. Cuando nosotros llegamos a Pasta de Conchos, tenemos una experiencia acumulada de 70 años de trabajo con obreros.
Y todo esto hasta mi llegada a Barroterán en la región carbonífera, se lo debo a Carlos Rodríguez. Fui formada teológicamente en la Compañía de Jesús, soy de espiritualidad ignaciana, pero la pasión por el mundo obrero, por el rostro desfigurado de las fábricas y de las minas, es contagio del trabajo de Carlos Rodríguez.
Antes se decía: explotó el gas, se cayó la mina, se inundó. O decían: el trabajador estaba parado en un lugar inseguro. Era culpa de la mina como si tuviera vida propia, o del buey del trabajador. Nuestro acierto fue documentar las condiciones en las que muere: si estaba parado en un lugar inseguro es porque está levantando el carbón que se cae de la banda con una pala. Y la banda no está parada. Se les traba la pala en la banda y los arrastra y los mata. Con el fin de no parar tu producción, tú, empresa permites que paleen carbón en una banda en movimiento. Son muertes antinaturales que se vuelven bien desgarradoras.
—¿El objetivo político es sindicalizar? —le pregunto.
Sería lo ideal pero no hay condiciones. No vamos a pactar con ninguna fracción de ningún sindicato. Si el sindicato se pusiera las pilas, esto ya hubiera cambiado. Sólo el hecho de que tú como sindicato puedas emplazar a un pocero por seguridad, hace que cambies las cosas.
Ha habido apoyo de la confederación de sindicatos holandeses y de algunas personas de buena voluntad que creen en nuestro trabajo y lo apoyan.
El obispo de esta diócesis, Alonso Garza, se queja de que se le ha dificultado evangelizar a los empresarios por culpa nuestra. Yo creo que sí se le dificulta porque no he visto que ninguno se convierta. Pero ha aprendido a respetarnos. A la primera semana casi corrió la voz de que no éramos católicos ni de la Iglesia. Pero ya perdió toda posibilidad de interferir en nuestro trabajo. Ahora sus mismos párrocos en cuestiones de pastoral social nos invitan a presentar el análisis.
Me sorprendió mucho cuando el siniestro del pocito 3 de Binsa, Una gente de gobierno me dijo:
—¿Qué le hiciste al obispo? Llegó conmigo y con Javier Lozano (ex secretario del Trabajo) a decirnos que ustedes no son de la Iglesia.
—No hacemos nada más que afectar a sus benefactores —le respondí.
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La ratonera de Pasta de Conchos
La mina 8 de Pasta de Conchos era una trampa de muerte. De acuerdo con Carlos Rodríguez Rivera, miembro de la asociación civil Centro de Reflexión y Acción Laboral (CEREAL), la mina que explotaba Industrial Minera México —de Grupo México— no cumplía con condiciones mínimas de seguridad.
En el libro Pasta de Conchos: a una voz, ¡rescate ya! (Cereal, 2012) expone las diversas violaciones a la normatividad que ponían en riesgo la vida de los mineros. Un ejemplo: él polvo de carbón que se desprende de la extracción del mineral es altamente explosivo. Las tablas, el piso y el cielo de los cañones se rocían de “polvo inerte”, un material de rocas de carbonato de calcio que los vuelve incombustible.
Según un peritaje de la Procuraduría del estado de Coahuila, en Pasta de Conchos faltaban 199 toneladas de polvo inerte para cubrir el 100 por ciento de la mina. Al momento de la explosión sólo estaba polveado el equivalente a 47 por ciento. Rodríguez Rivera añade que Pasta de Conchos tenía concentraciones de gas metano de 2.5 por ciento, cuando la norma obligaba que una mina debía detener sus trabajos si la concentración de metano rebasaba el 1.5 por ciento (tras el siniestro la norma se endureció y obliga a detener los trabajos con 1 por ciento de concentración de ese gas, conocido en las minas como el aliento del diablo).
Los transformadores de la mina, sigue Rodríguez Rivera, eran obsoletos, emitían chispas y se les sometía a reparaciones continuas. Un turno antes de la explosión, un trabajador contó que bajó a la mina a soldar uno de los transformadores.
Rodríguez Rivera: “La mina no estaba soportada debidamente. No contaba con muros laterales sino en la bocamina, ni estaban emparrilladas todas las paredes de los cañones, ni tenía todas las vigas para evitar que se desplomara”.
En el Primer informe ‘Por una cuerda de vida para los mineros y sus familias’, (febrero, 2007) firmado por el obispo Raúl Vera López entre otros autores, se afirma que la mina no tenía ni siquiera una “cuerda de vida”: un lazo que le permite a los trabajadores evacuar una mina en caso de siniestro y apagón: “no hubiera salvado la vida de los mineros, pero el hecho de que Pasta de Conchos no la tuviera refleja el enorme desprecio que Industrial Minera México, General de Hulla (empresa contratista con 36 trabajadores de los 65 sepultados) y el sindicato tenían por la vida”.
Desde 2006, Grupo México se negó a recuperar los cuerpos de los 63 mineros sepultados —dos cadáveres que perecieron cerca de la bocamina sí fueron rescatados— con el argumento de que la mina estaba inundada y los rescatistas podrían contagiarse de VIH. El gobierno federal, durante las administraciones de Vicente Fox y Felipe Calderón, sostuvieron un argumento similar: cualquier labor de rescate pondría en peligro a quien la emprendiera.
En febrero de 2010, 350 familiares de 36 de los 65 mineros sepultados interpusieron una demanda contra el Estado mexicano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en donde exigían la restitución de su derecho a la verdad y a la justicia, que sólo podía ser cumplido con el rescate de los cuerpos y la sanción a los responsables.
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Los monólogos del carbón: Cristina Auerbach regresa de donde nunca se debió haber ido
Cristina Auerbach: Empiezo en la Iberoamericana haciendo cursos de filosofía y teología y a los dos años estoy deprimidísima porque no termina de ser lo que yo esperaba. Como en muchas escuelas, se enseñan verdades de fe que se repiten, pero no hacen teología.
Miguel Concha daba clases en la Ibero y él notó que no me hallaba:
—Tú no estás contenta aquí, ¿verdad?
—La verdad es que me aburro mucho.
—Mañana te vas al teologado de los jesuitas y trata de entrar ahí.
Y fui a su teologado, el Instituto Máximo de Cristo Rey, y nunca regresé a la Ibero ni por mis papeles.
Yo entré católica y salí feminista (ríe). Sólo había otras dos alumnas mujeres, Georgina Zubiría y Mari Carmen Bracamontes, y una sola maestra, Alicia Puente Luteroff. Era un club de Tobi. El punto de nuestra discusión era cómo estar con los pobres: la Teología de la Liberación tuvo el gran acierto de hacer teología desde la realidad, pero una realidad sesgada por lo masculino y por la clase.
En el segundo año de teología daba clases en la Pontificia de México. Le daba clases a curas y era mi venganza: Los hacía trabajar muchísimo (ríe de nuevo).
Termino a los 26 años. En 1996 hice mi examen. Es un título muy sui géneris porque el Colegio Máximo de Cristo Rey ya estaba a punto de ser cerrado por presiones de la Iglesia (por su teología liberacionista).
Me voy con una beca a la universidad de Lovaina. Pero llegando allá empezó otra ola de persecución. La Iglesia decide que no vamos a ser admitidos quienes no tengamos un título de universidad pontificia. Y para entonces yo ya estaba en Bélgica. Me metí primero a Lumen Vite, de la Compañía de Jesús, pero me aburría horriblemente.
En las primeras vacaciones me fui a Madrid a la Universidad de Comillas. Me senté a hablar con el rector. Le propuse: por qué no ves lo que yo estudié y lo evalúan: lo que les quede a deber, se los pago. Cuando hacen el comparativo ellos me debían a mí. Y sin embargo no podía entrar. Tenía que hacer dos años, un intermaster, y luego el doctorado. Y dije: ahí se ven. Me regresé al Distrito Federal. Y al poco tiempo llegó una carta del Vaticano: los egresados del teologado jesuita ya no estábamos autorizados a dar clase.
Hay dos maneras de ser Iglesia y se parece al periférico de la ciudad de México. Si te metes a los carriles centrales, no avanzas. Y si te vas por la lateral, eres parte de esa Iglesia y siempre hay cómo caminar con el pueblo sin estar atorado en discusiones internas.
Para mí la etapa de estudios era provisional porque iba a regresar a Chiapas. Pero en el 92 me dio una diabetes muy severa, provocada por un virus. Tengo destruido parte del páncreas. No estaba en condiciones de irme a una misión a Chiapas.
Las dos últimas relaciones formales las terminé yo porque no me veía casada en el modelo al que se me invitaba. Ya a los 25 años con una diabetes como la que tenía, tampoco podía tener hijos. Eso no implicó no haber tenido otras parejas.
Mi papá una vez me habló y me dijo: “ni tú ni yo, vete de monja, pero no puedes andar suelta por el mundo”. Dos veces sí lo pensé, ser monja, muy en serio, pero me decidí por los mineros del carbón, porque no iba a ser compatible.
En 2006 hice un intento nuevamente de hacer un doctorado en la Universidad Javeriana de Colombia. Pero viene Pasta de Conchos. En 2007 fui a los primeros cursos y presenté mis trabajos, aunque me aburría mucho y ya no volví a intentarlo.
La disyuntiva siempre me ha hecho escoger y siempre ha sido mejor quedarme en donde estoy o regresar a donde no debí haber salido.
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Los caciques del carbón
En la minería del carbón se intersectan los intereses de dos grandes mineras mexicanas con el caciquismo regional agrupado en el Partido Revolucionario Institucional (PRI). El mayor concesionario de terrenos ricos en carbón es Alonso Ancira, presidente de Grupo Acerero del Norte (GAN), quien le compró al Estado mexicano Altos Hornos de México (AHMSA) en 1992 —sin capital propio sino con deuda bancaria— cuando sostenía una amistad personal con el presidente Carlos Salinas de Gortari.
El otro gran concesionario es Germán Larrea Mota-Velasco, ubicado en el número 40 de la lista Forbes con 16 mil millones de dólares de fortuna personal y presidente de Grupo México. A Grupo México pertenecía Industrial Minera México, la empresa que explotaba Pasta de Conchos cuando una explosión sepultó a 65 mineros. De acuerdo con la revista Proceso (11 de junio de 2006), Larrea financió la campaña presidencial de Vicente Fox en 2000. Pero sus conexiones con la presidencia de la República vienen de más lejos: uno de los vicepresidentes de Grupo México, Juan Rebolledo Gout, fue secretario particular de Salinas de Gortari y después subsecretario de Relaciones Exteriores con Ernesto Zedillo. Grupo México también es dueño de Cinemex y Multicinemas y Larrea poseía un asiento en el Consejo de Grupo Televisa.
A la lista se agregan los productores locales, como José Luis Guadiana Tijerina, que factura a la CFE unos 400 millones de pesos al año en carbón. Y de ahí, la pirámide baja a los cacicazgos regionales. Entre ellos destaca Rogelio Montemayor Seguy —también amigo de Salinas de Gortari— gobernador de Coahuila entre 1993 y 1999 y director general de Petróleos Mexicanos durante el escándalo del Pemexgate: el desvío millonario de recursos a la campaña de Francisco Labastida, aunque Montemayor fue exonerado de los cargos que presentó en su contra la Procuraduría General de la República.
El pocito Binsa, en donde murieron asfixiados 14 mineros y un niño quedó lisiado, estaba concesionado a su hermano Jesús María Montemayor Seguy y a Alfonso González Garza. Su sobrino Jesús María Montemayor Garza fue presidente municipal de Sabinas, una de las ciudades más grandes de la Región Carbonífera. Rogelio Montemayor era también presidente de Grupo Signum, que detentaba la propiedad de la lavadora de carbón que se ubica en Pasta de Conchos, a un lado de la mina en donde quedaron sepultados 65 mineros. Montemayor Seguy compró la lavadora mientras familiares de las víctimas mantenían un plantón alrededor de la mina para exigir el rescate de los cuerpos.
El periodista Arturo Rodríguez, de Proceso, escribió que “el 31 de julio de 2009, un grupo de 60 policías estatales, 40 guardias privados y 40 trabajadores irrumpieron en el predio del fundo, rodearon a los deudos de los mineros y los desalojaron. En la refriega resultaron lesionados la viuda Rosa María Mejía y César Ríos, hermano de un trabajador fallecido, así como un menor”. A raíz del desalojo, Montemayor asumió el control de la lavadora de carbón.
Agregó Rodríguez el 8 de junio de 2011: “la familia Montemayor acumula al menos 26 concesiones en la zona carbonífera coahuilense, según se desprende de un rastreo en el Registro Público de la Minería. En total, tienen bajo su dominio 22 mil 786 hectáreas”. Actualmente, Rogelio Montemayor es también consultor de Grupo México a través de su empresa Redes de Confianza, que asesora al conglomerado de Larrea en la vinculación con las comunidades en donde explota minerales.
En marzo de 2013, Rogelio Montemayor anunció que daría 10 becas de mil 500 pesos mensuales para que estudiantes de secundaria siguieran sus estudios de educación media superior. Anunció también que cedía en comodato la que había sido la casa de su padre en las calles de Amador Chapa y Zaragoza, para un centro cultural. El 17 de marzo, un día después del anuncio, visité la casa del patriarca de los Montemayor —concesionario de Chrysler— y me llamó la atención una escultura de Francisco de Asís, el santo de los pobres, en el jardín de la casa.
A ese escenario hay que sumar un tercer actor: Los Zetas.
El gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, denunció el 21 de agosto que miembros de esta banda explotaban pocitos. El 7 de octubre, elementos de la Marina mataron en un combate callejero a Heriberto Lazcano, El Lazca, —cuyo cadáver fue robado esa misma noche de una funeraria— y las autoridades informaron que explotaba un pocito en Progreso, el mismo pueblo donde cayó muerto.
El diario Reforma publicó que la PGR investigaba a las empresas JBN, Perforaciones Técnicas Industriales y Minera La Misión por sus vínculos con la banda de crimen organizado. De acuerdo con las fuentes del diario, Los Zetas producían 10 mil toneladas de carbón a la semana que vendían a 600 pesos cada una a empresas con contrato para vender carbón. La CFE las compra arriba de 900 pesos.
Las empresas vinculadas a Los Zetas habían obtenido contratos del ex tesorero de Coahuila, Javier Villarreal Hernández, operador financiero del ex gobernador Humberto Moreira. Villarreal fue también el artífice del moreirazo, como se le llamó a las operaciones financieras para que el estado de Coahuila contrajera deuda por 5 mil millones de pesos con papeles falsificados, de acuerdo con el mismo diario.
“De acuerdo con información oficial en poder de Grupo REFORMA, José Luis Guadiana Tijerina —hermano del empresario Armando Guadiana Tijerina, principal promotor de los amparos contra la megadeuda heredada por Humberto Moreira, operador de Andrés Manuel López Obrador en Coahuila— ha permitido en los últimos años la operación de personas vinculadas con el crimen organizado en sus propiedades. La información oficial señala que el empresario posee un predio de 439 hectáreas en la microrregión Cloete Sur, donde operaron negocios pertenecientes a José Reynold y Joel Bermea Castilla, cuyas actividades son investigadas por la PGR y la Procuraduría de Justicia del Estado de Coahuila”, afirmó Reforma en noviembre de 2012.

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Los monólogos del carbón: José Luis de la Rosa Casillas
Ya llevo 16 años en silla de ruedas. Me accidenté a los 18. Empecé a trabajar en las minas a los 13. Primero en el pozo del ingeniero Enrique Rincón, atrás de la Sánchez Garza, acón. Estuve como por unos 8 meses. Como a los 16 años con él brinco a una mina de arrastre, Esperanza. Duré como un año y medio y nos salimos de ahí porque empezaba a faltar pago en los sobres. Luego me fui a Atlanta, a la plantación de árboles pero no me gustó, acón. A mí me gustaba aquí.
Me accidenté un 5 de marzo del 97. Empecé a trabajar en un pozo que se llamaba Minería Guzmán. Apenas iba a ser el primer día. Voy pa abajo, y como no estaba ademado el pozo y abajo había agua, el bote venía mojando las paredes y como era pura tierra con piedras, se desbocinó el pozo. Y ya no volví a caminar. Decían que se me iba tirando la médula. Como quiera le doy gracias a Dios porque cuando me operaron dijeron que iba a ser un vegetal.
Del tiempo que me accidenté pa acá ha sido mucho, elcón, mucho el cambio. Es desesperante que te bañen y te cambien: se hacía cargo mi mamá. Ahorita ya me valgo por mí, me baño, me cambio.
No me gusta dar lástima. Me dio coraje porque un chavo me dijo: por qué no pides limosna. Hace un tiempo me puse a cuidarle los gallos a un chavo y me pagaba. 100 pesos por semana. Pero ya no. Ahora me dedico a cuidarle la casa a un amigo que está del otro lado. Yo le doy vueltas y le barro. Si se llama pensión lo que le dan a uno: me daban 960 pesos, ahora ya alcancé dos mil al mes.
En los pozos si acaso anda el que checa el gas, baja al último cuando debería de bajar primero. Nomás quieren ganar, invertir un peso y sacar mil, acón. Antes bajaban una gallina para checar si hay gas pero ahora ni la gallina bajan. Se les hace más caro una gallina que una vida.

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La Zona Dorada de Cristina Auerbach
Su barrio en Mazatlán se llamaba la Zona Dorada: disponía de campos de golf, canchas de tenis y alberca climatizada. Y el barrio era la imagen del mundo: Cristina Auerbach estaba segura de que cualquier persona en esta tierra había elegido su trabajo por el puro gusto de hacerlo, y que el jardinero que le arreglaba el jardín estaba tan contento con su vida como su propio padre con su profesión de ingeniero naval.
Cristina había nacido en la ciudad de Guatemala en los tiempos del dictador Ydígoras, debido a que su padre había sido contratado para construir barcos camaroneros en ese país. Se casó con una guatemalteca y vio nacer a cinco de sus seis hijos en Guatemala. La familia Auerbach-Benavides regresó a la Ciudad de México cuando la tercera de sus hijas, Cristina, había cumplido los cinco años.
“Mi papá es un hombre muy brillante y de ultraderecha. Mis hermanos y yo le decimos que si se sigue haciendo hacia allá se va a caer del mapa”, bromea Cristina. Tras estudiar primaria y secundaria en el Distrito Federal, la familia se mudó a la Zona Dorada de Mazatlán.
“Yo vivía en Mazatlán en un mundo de cristal. Recuerdo que una vez me mandaron en la camioneta a comprar algo. Fue la primera vez que vi un pobre y un indígena. Antes no tenía ojos para verlos. Agarré el carro y recorrí Mazatlán más allá de donde yo vivía y me horrorizó”.
Sigue Auerbach: “Teníamos una vecina, doña Mati, divorciada y con seis hijos: ‘Es una bruja comunista’, decía mi papá pero se llevaba re bien con ella. Cuando vi esas mujeres en esa pobreza, en casa de lámina a 40 grados, pensé que mi papá me diría la misma sarta de cosas. Y como doña Mati estaba loca supuse que pensaría diferente”.
—Vengo a preguntarle por qué la pobreza. ¿Por qué, si se dice que todos son hijos de Dios, parece que unos son más que otros?
—Te voy a pasar un libro pero lo escondes de tu papá —le respondió su vecina.
“Y me dio el libro de Gustavo Gutiérrez, Beber en su propio pozo. Lo leí en un rato y no paraba de llorar. De ahí me prestó los libros de Un tal Jesús, de los hermanos López Vigil. Los leía cuando mi papá no estaba”.
“Decidí que no veía un futuro feliz con un matrimonio convencional y me fui a México a buscar ayuda. Tuve un novio que me presentó a los maristas y de ahí llegué con los Misioneros de Guadalupe. No me fui con la bendición papal: durante los primeros años mi padre ni siquiera me habló.
“Con los misioneros fui a Chiapas un año. Allá hice lo que hacemos todos los que llegamos: nada y puras burradas. Había ejidos que permitían hablar o saludar. Ahora recuerdo esos años y pienso: ‘qué sarta de tonteras fui a decir’. Tenían trabajo en el Ejido Castalia, que eran tojolabales, y en la sierra de Margaritas”.
“Mi papá estaba furibundo y decepcionado. Como si yo ahorita tuviera un hijo y me dijera que se va con el Opus Dei: me corto las venas. Que me diga que además esa es su felicidad: lo mato. Pero ni me mató ni se murió. Ahorita nos llevamos muy bien cuando hablamos sobre todo del clima (ríe otra vez)”.
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Los monólogos del carbón: Trinidad Cantú Cortés, madre de Raúl Villasana Cortés
Mi hijo me decía: “yo salí de milagro, amá”. Me lo dijo en diciembre, dos meses antes de matarse. No llegó a su casa hasta el otro día: “Es que se acaba de matar un compañero de nosotros y nos tuvimos que quedar al rescate. Me voy a salir de esa mina porque quiero irme para otro lado. Está muy feo ahí”. Raúl tenía 32 años y siete trabajando en Pasta de Conchos. Antes de esa explosión, todos los cuerpos se habían rescatado, y estos son los primeros que IMMSA (Industrial Minera México) no nos quiso entregar.
Siempre fui muy metida adentro de la casa. Pero desde la muerte de mi hijo mi vida ha cambiado: estos siete años han sido de ir y venir. Agarro una maleta y suelto otra. Los otros hijos me dicen: por qué ya no está en la casa, por qué se sale a cada rato. Queremos verla aquí sentada.
Desde que conocí al padre Carlos Rodríguez del Cereal y a Cristina Auerbach, empecé a caminar con ellos. Primero permanecimos casi un año quedados en la mina, nada más veníamos a bañarnos a la casa. Cuando era Humberto Moreira el gobernador de Coahuila, estábamos en la mina y llegaron casi 200 policías y nos agarraron y nos aventaron pa afuera.
Y empiezo a irme a México, a participar en los plantones que se hicieron en Secretaría del Trabajo. Después en Campos Elíseos donde están las oficinas de Grupo México. Ahí estuve un mes.
Fui a Guáchinton, para dejar la demanda internacional (ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en febrero de 2010). Uno le pide a Dios que un día podamos rescatarlos y sentarme. Pero voy a quedar traumada, porque ya no puedo quedarme sentada esperando que me caiga todo del cielo. Treinta y cinco años tuve una vida así nomás: esperando que Raúl (mi esposo, padre de Raúl) fuera a las minas y trabajara porque fue minero siempre. Ahora es pensionado. Gracias a Dios consiguió un trabajito de empacador voluntario en la Soriana.
Hoy buscamos también que la minería, que todos los mineros tengan seguridad. Rescatar a toda la región carbonífera: que se vea que los mineros tienen una vida segura al bajar a las minas. Familiares de Pasta de Conchos vamos con trabajadores de pocitos que han sufrido estas consecuencias y algotros de los mismos pozos y de algotras minas en donde ha habido muertos. Pero la gente no quiere hablar porque tiene miedo.
Ahora que se cumplieron los siete años de la explosión estuvimos en la PGR. El subprocurador Ricardo García Cervantes nos prometió que se iba a hacer un nuevo peritaje (para considerar un rescate de los cuerpos). Cuando hemos ido a México siempre hemos estado platicando con él. En el Senado nos atendía muy bien. Ojalá que no quede nomás en palabras.
También pedimos una audiencia con (el presidente) Enrique Peña Nieto. Al (ex presidente Felipe) Calderón le pedimos cuatro audiencias y nunca nos recibió. Y Javier Lozano fue el peor secretario del trabajo. Logró entrar una comisión de nosotros los familiares pero muy déspota el hombre: “Aquí se va a hacer lo que yo diga”. No pasaron ni cinco minutos y nos levantamos y salimos.
Le decía a mi esposo: “ya quiero dejarle ahí, ya”. Pero mi esposo me dijo que no, que tenemos que darle para adelante. Y pues no hay más que seguirle.
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Los monólogos del carbón: Rosalío Ayala Torres
Trabajé casi 30 años. Empecé como a los 18, 19. Me terminaron en Micare porque no quise entrar a la mina siete porque estaba muy gasienta. Y me fui a los pozos. Hoy 16 de marzo estoy cumpliendo un año apenas de mi accidente. Fue a las 5:30 de la tarde y cayó en viernes.
Andábamos trabajando. Éramos tres personas en el pozo El Hondo, de Sabinos allá para arriba. Hay una mina que se llama El Mezquite. Estaba yo emparejando el lugar. Y la piedra me cayó aquí, atrás del talón. Se me volteó al pie al otro lado.
No tenía seguro, y por eso me llevaron a una clínica particular en Sabinas. Mi patrón me dio de alta en el Seguro en lo que me atendieron ahí y me lavaron porque estaba encarbonado.
Como a las 10 y media me mandaron a Monclova, al Seguro. Llegamos y se atravesó sábado, domingo, luego lunes, que era festivo. Se atrasaron tres días. Me atendieron en Monclova pero ya había pasado lo mero bueno. Nomás me hicieron un lavado quirúrgico. Y me operaron hasta el miércoles 21, cuando el pie ya no servía. Si me hubieran atendido el primer día a la mejor me lo hubieran salvado.
La pensioncilla apenas me llegó, pero bien poquillo: como mil 700 al mes porque el patrón nos registró aquel día con 88 pesos. Yo ganaba 500 diarios.
Como quiera es una entrada de dinero. Poquito pero hay algo.
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“Habrá rescate en Pasta de Conchos”
Ricardo García Cervantes me recibió la mañana del 10 de mayo de 2013 en sus oficinas del décimo quinto del Paseo de la Reforma número 211, en las oficinas centrales de la Procuraduría General de la República (PGR). La víspera, diez mujeres habían instalado un campamento a las puertas del edificio y se habían declarado en huelga de hambre. Eran las madres de desaparecidos que demandaban al Estado mexicano que investigara el paradero de sus hijos.
Sin corbata, con las iniciales bordadas en el puño de su camisa, García Cervantes fumaba cigarros Raleigh y bebía café en la sala de juntas donde conversamos. En diciembre de 2102, su incorporación a la PGR como subprocurador de derechos humanos en el gobierno del priista Enrique Peña Nieto había asombrado por igual a miembros del PAN —el partido que dejaba la presidencia de la República— y al PRI, quien asumía el Ejecutivo federal.
García Cervantes era uno de los panistas que había ocupado los puestos más importantes en el Poder Legislativo: dos veces senador y tres veces diputado federal, presidió la Cámara de Diputados entre 2000 y 2003 y, en esa calidad le colocó la banda presidencial a Vicente Fox el 1 de diciembre de 2000. Sin embargo, García Cervantes fue un panista incómodo en los dos sexenios en los que ese partido de la centroderecha mexicana gobernó el país. Con el presidente Felipe Calderón chocó de manera permanente por diversos temas, como la guerra contra el narcotráfico y el reiterado rechazo del gobierno a rescatar los 63 cuerpos de la mina Pasta de Conchos.
Originario de Torreón, Coahuila, García Cervantes fue senador entre 2006 y 2012, al mismo tiempo que el también panista Felipe Calderón ostentaba la presidencia del país. Si hubo un “senador de Pasta de Conchos” ése fue García Cervantes: desde la tribuna exigió que se recuperaran los cuerpos sepultados en la mina de Grupo México, propuso la creación de una Comisión Nacional Reguladora del Carbón e impugnó la laxitud de las inspecciones sobre seguridad que emprendían las secretarías del Trabajo y Previsión Social y de Economía. Y siempre que tocaron a su puerta, recibió a los miembros de la Organización Familia Pasta de Conchos.
Cuando dejó su escaño, anunció su retiro de los cargos públicos. Pero a los pocos meses reapareció como subprocurador de un gobierno priista. Entre sus encomiendas estaba la búsqueda de los desaparecidos durante la administración de Felipe Calderón, una cifra que la Secretaría de Gobernación ha calculado en 26 mil personas.
Conversamos en sus oficinas durante una hora. En algún momento de la charla, García Cervantes se quejó de que la PGR, en el sexenio anterior, hacía justicia “por cuoteo”, como subordinada del presidente. Y que había perdido muchas de sus capacidades ministeriales.
“Pasta de Conchos es un tema entrañable para mí”, me dijo. Y me compartió una convicción: habrá rescate de los 63 cuerpos abandonados debajo de la tierra.
En el sexenio anterior, el principal opositor al rescate fue Javier Lozano Alarcón, el prepotente secretario del Trabajo que llegó al Senado en 2012. En el gabinete actual, me dijo, sigue habiendo resistencias al rescate: en la Consejería Jurídica de la Presidencia —a cargo de Humberto Castillejos— y en la Secretaría de Relaciones Exteriores, que encabeza José Antonio Meade.
Nuestra conversación tenía un contexto que se remontaba al 7 de febrero de ese año, cuando miembros de la Organización Familia Pasta de Conchos (OFPC) se reunieron con el Secretario del Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete Prida. Unos días después, el 11 de febrero, Navarrete le giró un oficio al titular de la Procuraduría General de la República, Jesús Murillo Karam: le pedía un nuevo peritaje para evaluar si habría condiciones de acceder a la mina y continuar con la averiguación previa por la muerte de los mineros. Para los miembros de la OFPC, ese oficio era oro puro: significaba que, ahora sí, el gobierno federal daría un giro a la política sostenida en los últimos siete años.
García Cervantes, sin embargo, me previno que ese oficio podía ser usado con fines perversos por miembros del propio gobierno: como una táctica dilatoria frente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Y es que 350 familiares de 36 mineros sepultados —agrupados en la OFPC— interpusieron una denuncia contra el Estado mexicano en febrero de 2010. Exigían su derecho a la verdad y a la justicia y eso pasaba por el rescate de los cuerpos. Durante dos años el gobierno mexicano se hizo el desentendido: le mandaba a la CIDH transcripciones de alguna declaración a la prensa, algún punto de acuerdo, una minuta de una reunión, para ganar tiempo y cansar a las familias.
Ese documento era oro molido también para los funcionarios públicos que se oponen al rescate: bastaba mandarlo a la CIDH, decir que se estaba atendiendo las cosas, ganar más tiempo y seguir desgastando a las víctimas.
Por eso García Cervantes apostaba por un rescate hecho por iniciativa del gobierno mexicano. Y ya había dado los primeros pasos: había instalado un grupo informal de trabajo con personal de Navarrete Prida y el geólogo Raúl Meza: su tarea, proponer una ruta crítica de acceso a la mina. Hacia el futuro, García Cervantes pretendía ampliar el grupo con representantes de la Secretaría de Gobernación y, si hacían falta, expertos nacionales e internacionales.
La CIDH, añadió, podría ordenarle al Estado mexicano en cualquier momento que rescate a las víctimas. Su apuesta era que el gobierno federal emprendiera el rescate por su voluntad, no como una sentencia del organismo internacional.
“Ese es el derrotero que podría seguir y sería un camino digno, reparador para las víctimas, las familias y para el Estado, que recupera las funciones que le corresponden. Esa sería mi posición y mi esperanza. Esta sería la base de una composición amigable con el testimonio, la presencia, el atestiguamiento, seguimiento de la propia CIDH”.
—¿Habrá rescate? —insistí.
—Habrá rescate bajo este camino o posteriormente, no sé cuándo, como una obligación del Estado mexicano derivada de la sentencia de los organismos internacionales. No dudo que esa sentencia se vaya a dar. Si no se sigue este camino voluntariamente, después se tendrá que seguir este camino obligatoriamente.
“¿Qué necesidad de eso? En la OFPC se llegó una conclusión, y me honro de estado en esas reflexiones: ‘necesitamos rescatar a los vivos para honrar a los muertos’. La Carbonífera es una región que tiene en sus entrañas una riqueza del país y debe ser extraída para generar desarrollo, justicia y vida digna, primero para quien extrae esa riqueza.
—¿Qué falta para que haya esa seguridad? —pregunté.
—Que el Estado quiera ejercer su rectoría: generar capacidades de supervisión, de vigilancia, de inspección.
—¿Con lo que tienen las secretarías del Trabajo y Economía no alcanza?
—No alcanza porque están atomizadas las funciones del Estado, a mi juicio intencionalmente. Y la extrema necesidad es una negación de la libertad. Los mineros no son libres de decidir si entran o no al pocito: lo hacen por extrema necesidad. Entras o entras. Y entras desde que eres niño, porque además de que cabes, desde que eres niño tienes necesidades.
—¿Hay voluntad política?
—No lo sé. Si se niega la posibilidad de que haya un órgano regulador (una Comisión Nacional Reguladora del Carbón) responsable de dar respuesta a todas las preguntas, esto va a seguir igual, como puede seguir igual muchas áreas de la vida política, social y económica del país, en donde el statu quo se impone finalmente a pesar de apariencias de modificación.
—Regresando al rescate, ¿alguna idea de tiempos, costos, capacidades técnicas para la identificación de cuerpos?
—De trabajos previos, que se realizaron con el (ex secretario de Gobernación José Francisco) Blake, puedo especular con algún fundamento: con trabajos, entre seis y doce meses se estaría en capacidad de hacer un rescate seguro.
—¿Y una idea de cuándo se pueden iniciar los trabajos?
—No la tengo porque hay que hacer otra relación: La autoridad tendría que encontrar la forma y decir: o elimina la concesión (a Grupo México) y al licitarla recupero los gastos del rescate de los cuerpos, y se lo gravito al nuevo concesionario, o bien al que asume la responsabilidad de explotarlo con las medidas de seguridad y bajo los lineamientos del Estado.
“Si de mí dependiera, yo podría empezar mañana. Tengo claridad de que se tienen que hacer estudios, planeación, el acopio de la tecnología adecuada, los gastos necesarios y los trabajos hay que iniciarlos y concluirlos.”
—Se ha hablado de que el rescate podría costar varios millones de dólares.
—Puede ser. Todo depende de las alternativas que se presenten. Lo que empezó a hacer Industrial Minera México, en los meses que estuvo trabajando entre comillas para el rescate, fue reponer la mina. Me queda claro que si alguien está reconstruyendo una mina es para continuar aprovechándola. [Pero] se puede hacer una cosa exclusivamente orientada al rescate de los cuerpos y el acceso para las diligencias ministeriales que permitan el conocimiento de la verdad y el fincamiento de sus responsabilidades.
—¿El rescate puede conducir a fincar responsabilidades a la empresa, al sindicato o a autoridades?
—Sí, claro.
—¿Y debe conducir a eso?
—Claro, es que un acceso a la justicia es eso: que el Estado, que es el garante del derecho y el que tiene el monopolio para procurar y administrar la justicia, lo haga.
—¿Esa voluntad política suya, la comparte el presidente Peña y el procurador Murillo?
—El procurador Murillo sí, el presidente Peña siento que también.
—¿Se lo ha oído al procurador?
—Sí, absolutamente.
—¿Que la voluntad política está…?
—Si no, no estuviera yo aquí —me interrumpió.
—Rescate, búsqueda de la verdad y en su caso fincamiento de responsabilidades.
—Se puede, claro.
—¿Y eso no afecta intereses muy fuertes de Grupo México?
—Muy fuertes.
—¿Y el caciquismo en Coahuila?
—La colusión entre el poder económico y el político, y un modus vivendi de complacencia, privilegios para unos y con tragedia y muerte para otros. Pero también está claro que está en el interés de esos detentadores de esos privilegios que las cosas puedan cambiar. No está sustentado en el odio sino en la necesidad de rescatar la vida de los mineros para honrar a los que ya murieron.
—¿Se puede hacer en acuerdo con Grupo México el rescate?
—Como ejercicio democrático de autoridad podría entrar en la negociación con ellos. Pero (se da) la orden, punto. Usted es detentador de una concesión que le impone obligaciones: cúmplalas. Revierta las condiciones de la mina. La autoridad ordena, se hace, se revisa, y es con cargo o gravitando sobre la explotación de esa concesión.
—Que lo pague el concesionario.
—Puede ser. No quiero adelantarme en esos terrenos porque no lo sé. Pero de que está vinculado con lo que genera esa concesión: genera obligaciones, no sólo derechos.
—¿Fueron omisas las autoridades del Estado mexicano en los seis años anteriores, al casarse con la idea de que no podía haber rescate con base en el peritaje de la propia empresa? —le pregunto.
—Absolutamente sí. Y le digo sin cortapisa ni limitación. Estoy convencido, sí.
—¿Se debe sancionar, investigar a quienes fueron autoridades?
—Por lo pronto eso se debe revertir. La autoridad claudicó y dejó que imperara la voluntad del particular.
—¿Sigue siendo panista?
—Sigo siendo panista: lo que siempre ha significado ser panista, no lo que ahora algunos quieren que signifique. Ahora también es sinónimo de corrupto.
“Quiero insistir en la actitud de la comunidad de Pasta de Conchos y de la Organización Familia Pasta de Conchos. Su lucha está destinada a tener éxito. No sólo por la justeza de sus causas sino por el método que han seguido: el expresar el amor a los seres queridos de una manera constructiva. Van a tener éxito con nosotros, sin nosotros o a pesar de nosotros”.
El 27 de mayo de 2014, sin embargo, Ricardo García Cervantes renunció a su cargo. No se produjo el rescate, ni la PGR volvió a mencionar el asunto.
* * *
La gallera y los feos
El fotógrafo Alex Dorfsman, con quien fui a la Carbonífera a hacer el reportaje, no dejó de disparar su cámara: captó el hoyo en la tierra, las colinas de carbón, la excavadora vertiendo el mineral en la caja del camión. Ese mediodía del 16 de marzo de 2013 habíamos penetrado en un pocito en la entrada del ejido El Mezquite. A los pocos minutos, tres camionetas pick-up de modelo reciente entraron en el terreno con prisa y se estacionaron frente a nosotros.
—¡Este pocito es de Industrial Minera México! —gritó un hombre que dijo llamarse Luis Manuel Jiménez. Seis hombres más se bajaron.
Dorfsman y yo nos identificamos como fotógrafos de paisajes. Habíamos venido a la Carbonífera a retratar la negra y brillante belleza de su desierto.
—Es que ahora quien quiera se mete a robar. Hace poco nos querían hacer otro pocito a unos metros.
La voz de El Borrado sonó tan fuerte que parecía que hablaba a través de una bocina. Era nuestro chofer y uno de nuestros guías por la zona. Minero durante décadas, especializado en seguridad industrial y taxista en sus años de jubilado. En el municipio de Sabinas y sus alrededores conocía cada mina y cada tajo. “Vienen conmigo”, dijo.
Jiménez dejó que siguiéramos retratando su pocito y nos regaló dos piedras de mineral oscuro y brillante. Y nos invitó a conocer su gallera. A esa sí deberían de tomarles fotos. Agradecimos y nos fuimos.
Seguimos más adentro en El Mezquite. Dorfsman se apeaba para retratar los tajos a cielo abierto: unas enormes hondonadas en la tierra que se llenaban de agua de colores azul, amarillo, verde. El coche de El Borrado siguió su camino hacia dentro.
—Ése de ahí es el rancho de Rogelio Montemayor.
Llegamos hasta otra puerta. Un vigilante que conocía a El Borrado nos saludó:
—Cuando va a venir el doctor (Montemayor) nos avisan: viene a tales horas. Y es cuando tenemos cerradas las puertas. De aquí para atrás hay otras dos más. (A Montemayor lo busqué para integrar su voz en esta crónica, pero rechazó mi petición de entrevista).
El Borrado —llamado así por sus ojos claros— emprendió el camino de regreso en su coche subcompacto. A punto de tomar la vía a Sabinas, pasamos por el mismo pocito en donde habíamos tomado las primeras fotografías unos minutos atrás. En el acceso al pozo se habían estacionado dos camionetas blancas. Seis hombres vestidos de civil y de corte de cabello militar vigilaban el acceso. El Borrado apretó el volante y desvió la mirada.
—Esas camionetas son de Los Feos —dijo El Borrado. Los Feos o Los Malos son el eufemismo regional para referirse a Los Zetas.
Nos miraron. Nosotros dirigimos nuestra vista al paisaje como si buscáramos en el horizonte lejano otra bella imagen de colinas color azabache. En ese momento recordé una conversación con un funcionario de la PGR. Los Zetas habían descubierto una nueva manera de deshacerse de los cadáveres: los quemaban con diesel. Así no quedaba de los restos más que algunos montones de grasa.
—De pura chingadera no nos siguieron —dijo El Borrado con voz baja, casi en un susurro.
Apenas tomó la carretera aceleró el coche como si escapara de la muerte.
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