Por Emiliano Ruiz Parra
Entre el 22 y el 23 de agosto de 2010, 72 migrantes fueron asesinados por los Zetas en San Fernando, Tamaulipas. Un par de meses después, la escritora Alma Guillermoprieto convocó a escritores y periodistas a que les rindiéramos homenaje en un altar virtual, que se editó en forma de libro por Almadía. Yo escribí la semblanza de Sabás Ramón Oliva, hondureño. This piece can be read in English here.
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Le pido a Santos Nahum Oliva que me dé su dirección en El Quebrachal para enviarle esta nota. Nunca he recibido una carta, me dice por teléfono. Le pido su cuenta de correo electrónico. No tiene. Sólo ha entrado a internet en San Esteban, la cabecera municipal que está a tres horas de camino. El Quebrachal carece de un puente para el lecho del río, así que en temporada de lluvias se juntan el aislamiento geográfico y el aislamiento digital.
Había una oportunidad de que alguien en su familia rompiera el estado de sitio. Judith, de 15 años, quería ir al colegio en Tegucigalpa. Un miembro de la familia Oliva hubiera podido retar al destino al que está condenado quien nace pobre en su pueblo: estudiar hasta sexto de primaria (a lo más que se puede llegar ahí) y luego pasar la vida ordeñando vacas ajenas, chapeando potreros, amansando caballos que no te pertenecen y sembrando frijol y maíz para el autoconsumo.
Con el asesinato de Sabas Ramón Oliva esa oportunidad se desvaneció.
Sabas Ramón había vivido la vida a la que estaba destinado en El Quebrachal. Era el mayor de nueve hermanos y padre de dos varones y dos mujeres a quienes bautizó con nombres bíblicos. Su persistencia y coraje lo distinguían no solamente cuando jugaba futbol como defensa central. De sus hermanos fue el único que se atrevió a cruzar. La primera vez tenía 42 años. Llegó a Houston, Texas, y se empleó en un restaurante de comida china, en donde su bonhomía le permitió llegar a mesero.
Pero el sueño americano, que para un hondureño indocumentado significa ir a que te exploten en el país más rico del mundo, duraría sólo dos años. Fue descubierto y deportado. Persistente, lo intentó cuatro veces más. Las primeras tres, me dice su hijo Santos Nahum, fue deportado por autoridades mexicanas, las que le hacen el trabajo sucio de contener la inmigración ilegal a la Border Patrol. La cuarta, ese trabajo sucio lo hicieron los Zetas. Tenía 47 años.
Junto con la oportunidad perdida de Judith se esfumó la ilusión de terminar de construir la casa familiar. Sabas Ramón quería estar dos años en Estados Unidos, ahorrar para un carrito de pedales y retirarse como distribuidor de leche en su pueblo. Planes que ahora son quimeras. De Sabas Ramón Oliva, además del recuerdo, queda un par de zapatos de futbol que le regaló a su hijo Uriel antes de partir. Zapatos para jugar en las lluvias y en las secas, porque el único puente que rompía el cerco de El Quebrachal fue destruido en San Fernando, Tamaulipas.
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