Edgar Keret: “Israel es un castillo de naipes”

Por Emiliano Ruiz Parra

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Edgar Keret es uno de los escritores israelíes más leídos fuera de su país. También es un activista contra el genocidio de Israel en Gaza. Como él mismo cuenta en este artículo, una vez a la semana participa en una vigilia donde exhibe un retrato de un niño palestino asesinado por las fuerzas israelíes. Entrevisté a Keret en febrero de 2014, cuando estuvo en México para la promoción de uno de sus libros. Hablamos de literatura, pero también de Palestina y la vida cotidiana del lado privilegiado del apartheid de Medio Oriente.

Edgar Keret sale a la calle a caminar con Lev, su hijo de ocho años. Pasan junto a una fuente de sodas y Lev le pide un helado. “Sólo si lo compartes con tu amigo”, le advierte su padre antes de comprárselo. Lev se resiste. Quiere comerse el helado él solo. Su padre insiste. Padre e hijo discuten, negocian. De repente un temblor de tierra sacude la calle y los paseantes se tiran al suelo. Ha caído un misil a unas cuadras de esta escena cotidiana. Lo más probable es que no haya matado a nadie (los misiles palestinos casi nunca atinan) pero siembra terror en Edgar y su hijo Lev.

Israel, reflexiona Edgar Keret al contarme esta anécdota, es un castillo de naipes que se derrumba en cualquier momento: “Sin mayor transición pasa de una telenovela mexicana a una película de Mad Max”. Jornada tras jornada, la existencia es una aventura con riesgo de muerte. Edgar Keret ha hecho de esta forma de vida un arte literario. Sus cuentos empiezan con una escena cotidiana: un hombre espera una pizza, o invita a su novia a quedarse a dormir, y de un golpe el mundo se trastoca: el pizzero le exige —pistola en mano— que le cuente una historia o, en el otro cuento, la novia se transforma de madrugada en un enano barrigón de color verde…

Y si la incertidumbre acecha la vida en Israel, los cuentos de Keret se construirán con la misma dosis de improvisación: en su mente hay una escena o una frase. Keret la escribe y lo deja fluir. Ahora es Keret quien sigue —acecha— a su personaje: si su personaje abre la puerta, Keret querrá asomarse a mirar qué hay del otro lado. 

Con ese método, le digo, nunca escribirás una novela. Es cierto, admite. Una novela requiere un mapa de navegación y un GPS. El cuento se parece más al surf: no importa a dónde vayas sino que mantengas el equilibrio, dice. Que no te revuelque tu propia historia.

En su último libro Los siete años de abundancia (Sexto Piso), Keret escribe: “los israelíes no somos mejores que los demás resolviendo ambigüedades morales, pero siempre hemos sabido cómo ganar una guerra”. Edgar Keret, como Franz Kafka —uno de sus escritores favoritos— se resguarda en el sentido del humor frente a la crudeza del mundo: cuando Gregorio Samsa amanece convertido en un monstruoso insecto, lo que más le preocupa es la molestia de su jefe si no se presenta a trabajar. Lo mismo ocurre con los personajes de Keret: el sentido del humor es su mecanismo de defensa frente a lo intolerable.

Mi humor no es negro —afirma— sino es un paracaídas que te salva de la caída libre. No me gustan los chistes ni los comediantes porque son como las películas pornográficas: buscan un efecto. Te hacen cosquillas esperando que rías. “Para mí lo realmente divertido ocurre cuando quieres decir algo que es tan terrorífico que el humor aparece como un efecto colateral, como una armadura para proteger algo muy frágil”.

Y Keret ríe. Con un rápido movimiento de manos, toma mi teléfono de la mesa y lo mete en el bolsillo de su sudadera. ¿Me podrías devolver mi Iphone?, le pido. Se ha confundido. Pensó que era el suyo y se lo guardó de manera instintiva. Pero la escena le permite improvisar: “funciona con uno de cada tres periodistas”, dice, “así ya puedo pagar mi viaje a Tulum o llamarle a mi madre y decirle: ‘no te preocupes, mamá, hablemos todo el tiempo que quieras al fin que la llamada la paga un periodista’”.

Escribir significa, para Keret, la posibilidad de vivir esas vidas: la del escritor pícaro que vive de robar Iphones a sus entrevistadores. La ficción es el territorio de la libertad. ¿Para quién es esta entrevista?, me pregunta. La revista Gente, respondo. Y sugiere: estamos en México, las chicas son lindas y no está mi esposa: deja la entrevista y vamos mejor a meternos unas buenas drogas.

Pero de inmediato se corrige: en la vida real nunca lo haría, pero en mis cuentos puedo dejar correr mis pasiones. Leí un cuento en la universidad de Berkeley y una mujer me dijo: Amo su imaginación porque puede imaginar a un personaje pervertido que le pegue a un niño de diez años. Señora —le contesté—cuando salgo al parque y un niño le pega a mi hijo, lo primero que pienso es el patearle la cara, verlo gravitar por el cielo y preguntarle: ‘¿qué se siente cuando alguien te pega en la cara?’ Pero de inmediato viene el segundo pensamiento: es sólo un niño. Lo hago en la ficción porque ahí no hay consecuencias: puedes tomar lo que sea, ser apasionado y no tener responsabilidad.

—Eres realmente libre —sugiero.

—Así es. Si escribo una novela tendría que sacrificar mi libertad. En mi vida estoy haciendo cosas que tengo que hacer, no puedo andar golpeando a los niños que me gustaría golpear, así que cuando escribo quiero explotar.

Keret siempre está hablando de su hijo. Como cualquier padre, le ha enseñado a Lev que si se está comiendo un dulce y se le cae al suelo, entonces ya no debe levantarlo porque está sucio. Una tarde esta enseñanza se puso a prueba. Cayó un misil mientras caminaban por la calle y Keret le ordenó a su hijo que se tirara al piso. “Si no está limpio como para comérmelo, tampoco está limpio para arrojarme al suelo”, respondió el niño de ocho años. Lev está cansado de esas irrupciones de la guerra en la vida diaria y le pidió a su padre que se marcharan de Israel.

“Lev me dijo: ‘la guerra es una decisión de los adultos. Si los adultos se quieren matar entre ellos está bien, pero no es justo si la decisión la toman ellos y me disparan a mí. Soy un niño y no quiero vivir en un lugar en donde haya guerra”. Sus padres lo platicaron pero de cualquier manera se quedaron en Israel.

Los misiles caen de vez en cuando en las calles de Tel Aviv —la capital de Israel— pero eso no significa que Israel sea una víctima. Keret lo sabe.

—Como escritor israelí siempre tienes que estar respondiendo preguntas sobre política —le digo.

—Pero no siempre es desafortunado. Te diré algo muy cínico: tengo un amigo escritor holandés, y él me dice, ‘¿por qué cuando vamos a festivales veinte personas quieren entrevistarte y ni una sola quiere entrevistarme a mí?’ Le respondo que tengo buena suerte: lo que tienes que hacer —le aconsejo a mi amigo holandés— es tener a un Primer Ministro loco, y luego ocupar (la tierra) de algún pueblo y estar bajo el fuego de misiles y entonces todo el mundo querrá entrevistarte.

Le hago la pregunta obligada a todo intelectual israelí: ¿un solo Estado binacional palestino-israelí o dos Estados? En inglés se articula muy simple: One-State or Two-State Solution? (Las voces más progresistas de ambos lados hablan de que Israel se disuelva como Estado judío y se convierta en un solo país en donde árabes y judíos tengan los mismos derechos. Los más cautos —Keret entre ellos— dicen que es una solución utópica: nunca podrán olvidarse los resentimientos ni convivir como iguales palestinos e israelíes).

—La gente que habla de un solo Estado no quiere una solución sino que elige la utopía. Es como el muchacho de la secundaria que quiere perder la virginidad con la novia de Cristiano Ronaldo: en realidad no quiere desvirgarse. Medio Oriente no debe aspirar a la paz, sino a una realidad donde la gente se sienta suficientemente bien como para no matarse. Yo no quiero que mi vecino me ame, sino que tenga libertad y esté tan ocupado pagando su hipoteca que no quiera venir a matarme. La única manera de avanzar en el Medio Oriente es sacrificando la palabra paz. Hemos abusado de ella. 

Para un árabe fundamentalista —continúa Keret— paz significa matar a los judíos. Para un derechista israelí paz significa ocupar todos los territorios y darle un macanazo a quien levante la cabeza. En lugar de paz deberíamos hablar de compromise (un acuerdo). Si hay una solución ambas partes estarán insatisfechas con ella. Los israelíes dirán: “esos palestinos nos engañaron”. Y los palestinos dirán: “los israelíes nos fregaron”. La idea no es imponer tranquilidad, sino sacrificar cosas que quieres mucho a cambio de seguridad.

Edgar Keret es uno de los cuentistas contemporáneos más reconocidos. Sus cinco libros han sido traducidos al español y publicados por la editorial Sexto Piso. En México ha vendido unos doce mil ejemplares: una cifra respetable para un género que todavía tiene pocos lectores. Pero su último libro ya no son cuentos sino crónicas: una mezcla de experiencias personales con ficción. Fueron un exorcismo: las escribió tras la muerte de su padre, dos años atrás. Esa muerte, me dice, significó un rito de paso: por primera vez en su vida ya no era un hijo sino un padre.

“Tengo 46 años. Siempre había pensado que si había una guerra —es decir, si yo tenía algún problema— mi padre estaría en el frente de guerra. Pero con la muerte de mi padre ahora es mi hijo Lev quien me dice: ‘papá, ahora eres tú el que va al frente de guerra’. Yo quería escribir de esta transformación”.

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