Por Emiliano Ruiz Parra
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Además de los 43 estudiantes desaparecidos, en la noche del 26 de septiembre de 2014 agentes del Estado (o bajo su mando) mataron a cuatro estudiantes de Ayotzinapa. Escribí sus perfiles como introducción al libro Ayotzinapa, la travesía de las tortugas (Ediciones Proceso, 2015). Hoy, a once años de la masacre de Iguala, no hay una explicación satisfactoria ni un asomo de justicia para ellos. Acá la historia de estos muchachos y un atisbo de la lucha de sus madres.
Julio César Ramírez Nava
En 2013 Julio César Ramírez Nava sacó su ficha para la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa. Le hicieron el examen socioeconómico y lo pasó. Le hicieron el examen de conocimientos. Lo pasó. Y lo citaron a la semana de pruebas. Lagartijas, vueltas a la cancha de futbol. Levantarlo a mitad de la noche. Su madre lo vio sufrir: tos, calentura y, el último día, el cuerpo lleno de lodo. Lo habían hecho arrojarse a un pozo.
Julio César Ramírez Nava era un muchacho frágil. Torpe. Se caía y se lastimaba las rodillas. Se había roto una clavícula y no aguantaba mucho peso. Era tímido. Callado. Obediente con su madre. La noche que regresó lleno de lodo le confesó a Bertha Nava, su madre, que iba a desertar. Le faltaba sólo un día. Pero, dijo, eran muchos aspirantes y mejor se iba por su propio pie antes de que lo descartaran.

La familia de Julio César había vivido del esfuerzo extenuante de Bertha Nava. Si un verbo caracterizó su vida fue acomedirse. Su padre trabajaba como canastero: ganando propinas a cambio de cargar bolsas de mandado en el mercado de Tixtla. Bertha empezó desde niña una lucha por la sobrevivencia: comida y techo a cambio de acomedirse con los trastes, la cocina, lavado y planchado.
Bertha ni siquiera sabía el día, el mes o el año en que había nacido. No tenía acta de nacimiento ni había ido a la escuela. Se enseñó a leer para entender recados. A los 12, 13, quién sabe a qué edad pero todavía niña se había juntado con un hombre que le duplicaba la edad, Tomás Ramírez Jiménez, y en 1982 nació su primer hija, luego vendría un varón y, el 24 de marzo de 1991, había nacido el tercero de sus hijos, Julio César Ramírez Nava.
Julio César sobrevivió de la caridad de los patrones de su madre. Comida, ropita, zapatos regalados. Su madre, lavandera. Su padre, a veces albañil, a veces velador y muchas veces desempleado. Julio César era tímido pero quería salir de la pobreza. Y se creyó la promesa que la educación lo sacaría del abismo. Terminó el bachillerato en el Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica (Conalep) de Tixtla con todo y carrera en informática, y fue a sacar ficha en Ayotzinapa pero el último día se arrepintió.
Pero quería ser profesionista, tener una carrera, un empleo y regalarle a su madre, con su primer sueldo, un terrenito donde construirle una casa. Cerca de Tixtla, en Atliaca, se había abierto una escuela con el larguísimo nombre de Universidad de Autónoma Latinoamericana y Caribeña de Ciencias y Artes, mejor conocida por su acrónimo UALCA. La había fundado un grupo de profesores que querían ofrecer una alternativa a los rechazados de la Universidad Autónoma de Guerrero, y pensaban darle a los estudiantes comida y techo (como Ayotzinapa) porque no hay otra manera de que los pobres de Guerrero estudien una carrera. Pero la UALCA era un nombre apenas, y unas cuantas aulas de carrizo y piso de tierra donde los muchachos estudiaban sentados en cartones.
La UALCA carecía de reconocimiento oficial. Sus alumnos bloqueaban la carretera Tlapa-Chilpancingo, irrumpían en actos del gobernador Ángel Aguirre, le pedían a la UNAM que validara su programa de estudios. Su única demanda: que el gobierno les diera un reconocimiento, que los alumnos egresaran con un diploma que valiera algo más que una hoja de papel. Julio César Ramírez Nava aguantó algunos meses como estudiante de Ciencias Agropecuarias Sustentables pero se desesperó, ¿para qué gastarse los 50 pesos que su padre le daba cada tres o cuatro días si ese esfuerzo no serviría para nada? Desertó de la UALCA.
Y Ayotzinapa era pobre, pero habría arroz y frijoles, un título de normalista y un empleo de maestro. Volvió a sacar ficha. Una vez más, los exámenes socioeconómicos comprobaron que era pobre (y, por lo tanto, candidato a normalista rural) y buen estudiante. Ya sabía el rigor de las pruebas físicas, las carreras agotadoras, las lagartijas interminables y el pozo de lodo. Lo aceptaron.
Ayotzinapa quedaba a unos minutos de Tixtla, y Julio César aprovechaba los tiempos libres para escaparse y visitar a su familia. Comer las verduras salteadas de su madre. Tocar la corneta, que había aprendido en la banda de guerra de la secundaria. Pedirle a Bertha que le comprara escobas y jergas para sus labores de limpieza en Ayotzinapa.
A las 11:44 de la noche del 26 de septiembre de 2014 llamó a su madre. Voy a Iguala en apoyo de mis compañeros que lastimaron. Dicen que mataron a uno. Unos minutos después los disparos de tres sicarios vestidos de civil terminaron con su vida.
Tres rostros de Julio César vienen a la mente de Bertha Nava:
-Lo vi ahí en la morgue, acostadito. No pensaba que estuviese muerto, para mí estaba dormido.
-Ese dolor no se nos va a quitar hasta el día que nos muéramos porque entonces ya no sentimos. Pero mientras voy a estar esperando ver a mi muchachito, aunque sea con otro rostro, aunque sea con otras facciones, pero verlo.
-Yo veo a mi hijo riéndose con esa sonrisota que tenía cuando salió del Conalep. Mandé a hacer su poster con esa fotografía pero me lo quitaron en el Politécnico. Por irme a comprar algo de comer la dejé recargada y jamás la volví a encontrar.
Bertha Nava. Si el verbo de su vida había sido acomedirse, después de Iguala lo cambió por luchar. Desde entonces pasa más tiempo en la Normal de Ayotzinapa que en su propia casa, y encabeza las movilizaciones de protesta. Su misión, dice, es terminar lo que su hijo dejó incompleto: rescatar a sus compañeros. Recuperar a los 43.
Votar causa muerte
La fotografía muestra a Bertha Nava, la madre de Julio César Ramírez. Va a la cabeza de un grupo de padres de normalistas de Ayotzinapa. Es la mañana del domingo 7 de junio de 2015 y el contingente recorre las calles de Tixtla para impedir la instalación de casillas. Son elecciones y los guerrerenses eligen gobernador, alcaldes, y diputados locales y federales.
Hay un grafiti recurrente en las paredes de Tixtla: «Votar causa muerte», y abajo aparece una calavera con dos tibias como en las botellas de veneno. No exageran. Gracias al voto y, más aún, a la alternancia política, José Luis Abarca fue electo presidente municipal de Iguala en 2012. A los seis meses asesinó a Justino Carvajal Salgado, perredista también. Y el 31 de mayo de 2013 mató a Arturo Hernández Cardona, un dirigente que le había disputado la candidatura del PRD a la alcaldía igualteca.

El gobierno de Enrique Peña Nieto supo que Abarca era el asesino intelectual y material de Cardona y sus compañeros. El perredista René Bejarano (amigo de Cardona) lo informó en persona al procurador Jesús Murillo Karam y al secretario de Gobernación Miguel Ángel Osorio Chong. Abarca no era sólo un matón. Con su esposa Ángeles Pineda Villa, era el jefe del cártel de los Guerreros Unidos, la última mutación de los Beltrán Leyva.
Tras la desaparición de los 43, la Procuraduría General de la República culpó a José Luis Abarca y Ángeles Pineda de asesinos solitarios, como si fueran una manzana podrida en el árbol puro de la democracia. Toda la responsabilidad penal y política se ha descargado en Abarca.
Esta versión es una mentira. En Guerrero Abarca no era la excepción sino la regla. El Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan lo había advertido desde mayo de 2013, 16 meses antes de la tragedia de Iguala: “La colusión de autoridades municipales, directores de seguridad, comandantes, policías y miembros del Ejército con algún bando de la delincuencia organizada está llevando al paredón a niños, jóvenes y mujeres que son privados de la vida sin que las autoridades hagan algo”, afirmaba en la página 18 de su informe Digna rebeldía: Guerrero, epicentro de las luchas de resistencia.
El informe continúa: los grupos delincuenciales amplían sus dominios, matan y entierran en fosas clandestinas. Los cárteles disponen de armamento, vehículos, centros de tortura, campamentos, parque y mano de obra para cavar tumbas: “las empresas del crimen crecen y se fortalecen bajo la sombra del poder municipal, ya que la mayoría de los ediles está en deuda con los jefes de plaza donde supuestamente gobiernan” (en declaraciones ministeriales de jóvenes, algunos menores de edad, reclutados para estos grupos armados, se leen declaraciones como me levantaron, me tablearon, y me dieron a elegir: ser un halcón y ganar tres mil pesos, o sicario por seis mil al mes. Elegí ser sicario para comprarme un celular).
Lo que Tlachinollan describía se llama narcopolítica: la fusión del crimen organizado con el gobierno y los partidos. La narcopolítica aparece en diversas regiones del país, pero en Guerrero tiene un matiz propio: es el único estado de la República con una presencia militar permanente desde 1967, con el surgimiento de la guerrilla de Genaro Vázquez Rojas. Con la cacería de guerrilleros como coartada, el ejército se asentó en Guerrero para no irse nunca. Ante la presencia del ejército los caciques consolidaron su poder; la represión asumió tácticas terroristas –masacres, violaciones tumultuarias, quemas de pueblos, desapariciones forzadas– y Guerrero se convirtió en el principal productor de amapola en el mundo detrás de Afganistán.
Ante la presencia del ejército campeó la narcopolítica, por eso los líderes sociales guerrerenses la llaman lanarco-ejército-política. Tlachinollan la describía en el informe ya citado: “Este protagonismo castrense suplanta a las autoridades civiles y toma decisiones que están fuera de su competencia. No actúan para garantizar la seguridad ciudadana sino para mantener intocado el sistema de seguridad del estado y los intereses económicos de las elites. Su sistema de inteligencia está focalizado hacia los movimientos sociales y organismos de la sociedad civil”.
La “digna rebeldía” que daba el título al informe de Tlachinollan se refería a un levantamiento popular contra la narcopolítica. Los guerrerenses acudieron a su tradición indígena y fundaron las policías comunitarias. Los pobres se organizaron en cuerpos de seguridad y de impartición de justicia. Su fuerza no residió en su armamento –escaso, viejo y con poquísima munición– sino en su vínculo con la comunidad. Su mayor organización fue la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC). Decía Tlachinollan: “los caminos y pueblos donde impera el sistema de justicia de la CRAC hoy en día son seguros, ahí se puede caminar y dormir tranquilamente”.
Como decía Tlachinollan, en donde la CRAC crecía, se reducía el espacio de los cárteles y de su brazo ejecutor: las policías municipales. Las policías comunitarias gozaron de tal prestigio que el congreso local tuvo que reconocerlas a través de la llamada Ley 701. Pero la narcopolítica no toleró el desafío de las policías comunitarias y arrojó el aparato del Estado para destruirlas. Las denostó en la prensa local y nacional y a sus comandantes los metió a la cárcel.
A los pocos días de que Abarca matara a Arturo Hernández Cardona, los actores políticos importantes del país sabían que un asesino gobernaba Iguala. Pero el gobernador Ángel Aguirre lo protegió. Y a Ángel Aguirre lo protegieron sus aliados del [entonces] PRD: Marcelo Ebrard, la corriente Nueva Izquierda y Andrés Manuel López Obrador (su lugarteniente en Guerrero, Lázaro Mazón, era el protector de Abarca, y despachaba como secretario de salud de Aguirre) y el gobierno de Enrique Peña Nieto optó por la omisión cómplice. Dieciséis meses después ocurrió el ataque contra los normalistas y desaparición forzada de los 43.
“No puede haber justicia porque son ellos mismos (el gobierno) los que matan”, me explica Bertha Nava. Gracias a su movilización, la elección para alcalde de Tixtla fue anulada. Bertha Nava me dice que buscarán gobernarse “como nuestros abuelitos”, es decir, con el sistema de usos y costumbres y las comunidades zapatistas de Chiapas como modelo. Abarca llegó al poder por el voto, a través de un partido supuestamente de izquierda, el PRD. Y gobernó matando. Le gustaba disparar al rostro, como lo hizo con Justino Salgado y Hernández Cardona.
Aldo Gutiérrez Solano
Ese rostro no era el suyo, porque Aldo Gutiérrez Solano era un muchacho cachetón y risueño. Pero a la una de la tarde del 27 de septiembre de 2014 su rostro era un rostro desfigurado, irreconocible. Habían pasado casi 14 horas desde que la bala de un rifle le había herido la cabeza, y Aldo estaba tendido en una camilla, su rostro detrás de varias capas de sangre seca, sin más atención que una bolsa de hielos en la frente rota.
Su padre Leonel y su hermano, también de nombre Leonel, habían salido a las carreras de Tutepec, un pueblo en el municipio de Ayutla, a recuperar a Aldo del abismo de la muerte, a donde lo había querido enviar una policía –aparentemente le disparó una mujer– del ayuntamiento de Iguala, y bajo las órdenes de los Guerreros Unidos. Aldo había llegado a Iguala con sus compañeros de Ayotzinapa la noche del 26 de septiembre, y le habían disparado en el primer ataque contra los normalistas.

Unos días antes, a su madre le había dicho que era el último viaje antes del inicio de clases. Echado en la hamaca mientras tomaba chilate (una bebida de arroz y cacao), le había advertido que quizá en Iguala las cosas se pondrían un poco pesadas.
–Pues entonces no vayas –le había respondido Gloria, su madre.
–Es que soy del Comité y no puedo dejarlos solos.
El matrimonio de Leonel Gutiérrez Cortés y Gloria Solano Vázquez había fructificado en 14 hijos: una prole inmensa para un sembrador de maíz y jamaica con unas cinco cabezas de ganado. El 28 de enero de 1995 nació el décimo hijo, al que llamaron Aldo. Fue el primero que pudo estudiar la secundaria sin salir de Tutepec, porque había ya una telesecundaria. Para el bachillerato, sus hermanos mayores habían tenido que mudarse a Ayutla, la cabecera municipal, y ganarse su hospedaje a cambio de ayudar en casas o corrales. Aldo ya no. Con las aportaciones de sus hermanos a la economía familiar, podía darse el lujo de ir y venir todos los días al Bachilleres plantel 8 de Ayutla, a una media hora y sesenta pesos diarios de distancia entre camiones y comida.
Aldo jugaba de delantero o mediocampista en el futbol. Había ganado una medalla de atletismo en unos juegos estatales que se celebraron en Acapulco. Por eso llama la atención que la Marina Armada de México haya rechazado su solicitud de ingreso cuando terminó la prepa. Se graduó de Bachilleres y su hermano Leonel, chofer de transporte público en Ayutla, fue su padrino de graduación. Aldo le pidió un teléfono celular, pero no un telefonito de 300 pesos, sino un celular que tuviera whatsapp y funciones digitales.
En ese teléfono se quedó guardado su mejor rostro: es la graduación del Bachilleres. Ahí está feliz. Trae corbata y el cabello recién cortado que parece un cepillo para lustrar zapatos. Recibe su diploma. Posa en el jardín. Se ha convertido en adulto, ha llegado la edad de que tome sus decisiones, aunque su rostro es todavía el de un niño. Quizá por respeto a ese momento se esfuerce en salir serio.
Tras el rechazo en la Marina, Aldo siguió los pasos de su hermano Ulises, el primer profesionista de la familia, que había estudiado en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Ulises ya había completado los cuatro años y era profesor. Aldo se sometió a la semana de pruebas, esa semana en donde los muchachos débiles de cuerpo o de carácter son rechazados o se van por su propio pie: ejercicio físico extenuante, vigilias, baños de agua helada. Sí está un poquito pesado pero voy a pasar las pruebas, le decía a su mamá por teléfono.
Aldo fue a Tutepec a celebrar el cumpleaños de su hermana Chena (Azucena, la mayor). Ayotzinapa se notaba en su cuerpo: estaba delgado. Ocurrió entonces la escena de la hamaca, donde advirtió que iría a Iguala y su madre le dijo que mejor no, pero él no podía faltar por su pertenencia al Comité.
La noche del 26 de septiembre, en el camino a Iguala, intercambió mensajes con Ulises. Estoy bien, carnal, fue el último antes de que su hermano se quedara sin respuesta a sus «¿Cómo estás?, ¿Dónde estás?, Contesta». Esa noche su hermano Leonel no pudo dormir hasta las cuatro de la mañana. Su cuerpo tenía un mal presentimiento. A las siete lo despertó la llamada de su suegra. Le dio la noticia que pareció ser cierta durante horas: Aldo está muerto. Prefirió ser él quien le informara sus padres. Había que hacerlo pronto porque la gente empezó a llegar a la casa. Pero una de las compañeras del Bachilleres de Aldo se había mudado a Iguala, y a ella le encargaron que corroborara los datos. Llamó al poco rato: ya lo encontré: está vivo pero muy grave en el Hospital Central de Iguala.
Un trayecto doloroso en carretera en un coche prestado y, al llegar al hospital, encontrar el rostro de la masacre personificado en Aldo: vivo, pero abandonado en una camilla, sin atención médica, sin siquiera un suero que aparentara un esfuerzo por conservarlo en este mundo, ni siquiera le habían lavado el rostro ensangrentado, tenía la cabeza hinchada, un ojo casi perdido. El único rastro de intervención humana era una bolsa de hielos sobre la frente.
Su hermano Leonel pensó que Aldo se resistía a la muerte para despedirse de su madre, y el domingo 28 de septiembre la llevó a verlo, pero Aldo no quería morir ese día, ni el siguiente, ni al otro mes. Aldo se aferró a la vida. Unas semanas después lo trasladaron a la Ciudad de México, al Instituto Nacional de Neurología. Su familia se dividió en ocho equipos de dos personas que hacen guardia permanente junto a Aldo. Lo cuidan. Quién sabe y alguien quiera ir a rematarlo. Más vale no dejar rendijas como pasó en Iguala que dos policías judiciales llegaron de noche al hospital, entraron con amenazas y se quedaron a solas ante el muchacho.
Y sus familiares están ahí también para acompañarlo, para recordarle que en este mundo no sólo hay balas sino música: le ponen las cumbias y los corridos de su tierra, le toman los brazos y bailan con él, le embarran chilate en los labios y le piden que despierte para ir a rastrojar la parcela. Aldo entreabre los párpados pero su rostro, en realidad, se expresa con las manos. A veces las tensa: la palma abierta, los dedos flexionados, pero otras veces relaja las manos, y eso les transmite paz y esperanza.
Las Normales
Qué lejos se veían aquellos tiempos de esplendor de las normales rurales. Apenas pasada la Revolución Mexicana, el presidente Plutarco Elías Calles había creado escuelas que formaran un profesionista con un doble perfil: técnico agrario y maestro rural.
Con Lázaro Cárdenas en la presidencia (1934-1940) el proyecto se convirtió en prioridad. El número de escuelas llegó a 35 y a sus egresados se les encargó la doble tarea de llevar alfabetización y técnicas modernas al campo. Los maestros rurales no sólo debían alfabetizar, sino incorporar a los indígenas a la familia mexicana, transmitir los valores de la revolución y, con modernas técnicas de agricultura, sacar al campesino del atraso. Durante el cardenismo ser maestro rural significaba, además, jugarse la vida. Los cristeros, apoyados por la Iglesia y los hacendados, desorejaban y linchaban maestros. Cuando menos mataron a 200.
Pero Manuel Ávila Camacho (1940-1946) sucedió a Cárdenas en la presidencia y el experimento progresista se canceló. Se separó la educación agraria de la normal; se cerraron algunas escuelas y las que quedaron se partieron en femeninas y masculinas (eran mixtas). Concebidas como los seminarios de los apóstoles del régimen postrevolucionario, las normales rurales pronto se convirtieron en semilleros de luchadores sociales. Proveían hospedaje, comida y educación. Y al término de los estudios, empleo.
Las normales generaban también lazos tan fuertes como los de una segunda familia. Los muchachos entraban a los 15 años y pasaban ahí siete. Se construían con un ideal democrático y de autogobierno, pero se regían por una disciplina semi-militar. (En esto, como en casi todo este apartado, le debo la información a la estupenda historiadora Tanalís Padilla, que ha escrito diversos ensayos sobre el normalismo rural). A las 5:30 se oía el clarín de la trompeta. Cinco minutos después los estudiantes pasaban lista en el patio. El horario estaba programado hora por hora, y fijaba las mañanas para los estudios y las tardes para labores de campo, de oficios o de artes, como danza y teatro.
Desde 1935 los normalistas crearon una organización política, la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM). En cada Normal existía una delegación de la FECSM y, en cada plantel también, se estableció un Comité de Orientación Política e Ideológica (COPI).
Corrían los sexenios de Ávila Camacho, Miguel Alemán, Ruiz Cortines, López Mateos: presidentes imperiales que reprimieron cuanto movimiento social asomaba la cabeza: ferrocarrileros, médicos, maestros. Y en esa época en las normales rurales se formaban algunos de los líderes sociales más combativos: Pablo Gómez y Arturo Gámiz, que encabezaron el fallido ataque al cuartel militar de Madera, Chihuahua. Y los fundadores de las guerrillas de Guerrero, Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas Barrientos, ambos de Ayotzinapa.
Pero el golpazo vino con Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). En septiembre de 1969, con el pretexto de que eran nidos de comunistas, cerró 14 de 29 normales. Y a las 15 que dejó vivas les cercenó tres años: en adelante ya no se podría ingresar sino después de terminar el bachillerato. Con esa medida le cerró el acceso a los pobres de los pobres, para quienes una preparatoria queda a años luz de sus posibilidades.
Desde entonces la formación política de los normalistas ha tenido una prioridad: sobrevivir. Cada año los normalistas de Ayotzinapa debían movilizarse para obtener conquistas elementales: comida, luz, agua (se las cortaban). Y más aún: plazas de maestro. Que, en efecto, al salir de la Normal Rural se les contratara como profesores.

Daniel Solís Gallardo
Su rostro casi siempre sale de lado porque era tímido y no le gustaba mirar a la cámara. De lado en la foto del tamaño de una cobija que dice «Siempre te recordaremos Profe Borre». (Borrego o El Borre por los cabellos chinos). Y su rostro de lado en esa imagen que le tomaron por sorpresa en su dormitorio de Ayotzinapa, en donde se ven otros seis normalistas. De lado también en un video en donde su equipo gana un partido de futbol y él sonríe después de la ronda de penaltis. Por eso me llama la atención una foto en donde Daniel Solís Gallardo mira de frente a la cámara y ríe, porque se reía todo el tiempo, risada y risada, como lo recuerda su madre. Viste pantalones de mezclilla y playera azul. Lo enmarca un muro con frases sobre rebeldía y libertad, y la pintura de unos enormes ojos que se asoman en un pasamontañas. A Daniel se le ve feliz, con la alegría de los 18 años.
Daniel jugaba futbol sóccer y americano. Era fuerte y no batalló para pasar la semana de pruebas físicas que impone la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. A los 12 años había dado el estirón y había adquirido el cuerpo espigado. Pero desde que era un niño de cachetes redondos jugaba a subir y bajar la pendiente que lleva a su casa, en un cerro de la periferia de Zihuatanejo, un balneario en la Costa Grande de Guerrero. La vivienda de la familia Solís Gallardo — en julio de 2015– era un cuarto de piso firme con un muro de bloque de concreto. El resto de las paredes era de tablas de madera y el techo, de lámina.
La colonia llevaba el triste nombre de René Juárez Cisneros, uno de los tantos gobernadores priistas de Guerrero (1999-2005) que ha perpetuado el ciclo de represión y miseria en el estado. La pareja formada por Jaime Solís e Inés Gallardo habían llegado como paracaidistas (fue la palabra que usaron) a los terrenos del cerro, con otras decenas de familias que necesitaban vivienda e invadieron terrenos federales. Juárez Cisneros ordenó que la policía no los desalojara a patadas, como suele hacerse con los pobres que buscan un techo aunque sea en el monte, y esa magnanimidad la reconocieron poniéndole su nombre.
Las normales rurales como Ayotzinapa se concibieron como escuelas para campesinos pobres. Pero el gobierno mexicano abandonó el campo, que se fue a la bancarrota, y millones de campesinos migraron a las periferias de las ciudades. Inés Gallardo nació en Corral Falso, una comunidad en Atoyac. Los corraleros sembraban café por el clima de altura, y a eso se dedicó Inés de niña, junto con sus estudios de primaria. Pero apenas llegó a adolescente migró, primero, a Acapulco, y luego a Zihuatanejo: los antiguos campesinos pobres mutaban en empleados, igual de pobres, de la industria turística, y cambiaban la vida rural por los cinturones urbanos. En Zihuatanejo conoció a Jaime Solís, también de Atoyac, y cuando ella tenía 17 se casaron y el 16 de junio de 1996 nació su primer hijo, Daniel Solís Gallardo.
Daniel le daba 20 vueltas a la cancha de futbol. Incluso si quería ganarse un dinerito la hacía de ayudante de albañil o de mesero en bodas o fiestas de quince años. De sus padres aprendió la ética del sobreesfuerzo que la vida le impone a los pobres si quieren sobrevivir. Su padre trabajó en hoteles hasta que se especializó en albercas y cuando lo conocí, en julio de 2015, su empleo consistía en mantener tibias y limpias las piscinas en el fraccionamiento más caro de Ixtapa –la ciudad gemela a Zihuatanejo– a donde iban a descansar multimillonarios con 10 guardaespaldas.
Inés Gallardo, su madre, trabajaba en la limpieza de casas, y se especializó en limpieza fina para departamentos de lujo a punto de ser entregados a sus dueños. Vendía por catálogo –Jaffra, Avón, Fuller– y le gustaba el ejercicio: iba a clases de zumba y salía a trotar. Daniel heredó de su madre la risa a flor de labio, el café tostado de la piel y los rizos apretados, que revelan algún ancestro negro o afromestizo. Por esos rizos le apodaron Borrego, y por la risa torrencial lo conocían en su colonia, y también en la preparatoria 13, de la que se graduó el 14 de julio de 2014.
Tras la preparatoria llegó la hora de tomar decisiones para la vida. Daniel tenía ángel con los niños, le gustaba enseñar y había cuidado a su hermano Mauricio –cuatro años menor que él– y a su hermanita Magali, que había nacido cuando él tenía ya 12 años. Y lo más importante, tenía a dos normalistas en su familia, su tío Gabino Solís Serrano, ya más de una década de maestro, y su primo Juan Carlos Salinas Solís, El Coyuco.
Daniel entró sin problemas y en Ayotzinapa brilló de inmediato. Por su talento como defensa lo metieron a la selección de futbol. Al mes se fue con su grupo a un viaje de visita a la Normal de Atequiza, Jalisco. Fue ahí, en Jalisco, en donde le tomaron ese retrato en que aparece de frente, enmarcado por los ojos de un pasamontañas, mirando a la cámara.
[Omito las líneas sobre Julio César Mondragón porque otras periodistas han escrito más y mejor sobre él].

El rostro de cartón de Enrique Peña Nieto ardió en el Zócalo de la Ciudad de México. Era la noche del 20 de noviembre de 2014 y el movimiento #AcciónGlobalporAyotzinapa alcanzaba su cenit. Encabezadas por los padres de los 43, unas 100 mil personas marcharon en la Ciudad de México. El acto se cerró con la quema de un muñeco con la figura presidencial. A la presentación con vida de los normalistas se sumaba la exigencia de la renuncia de Peña Nieto. En Guerrero se vivía una insurrección social: 40 de los 81 ayuntamientos estaban tomados. Maestros, normalistas y padres de los 43 encabezaban movilizaciones masivas casi todos los días.
Fue la peor crisis política del gobierno de Peña Nieto. Pero respondió con silencio y desdén. Apostó al olvido. Desde la Procuraduría General de la República se trató de imponer una versión de los hechos, llamada “verdad histórica”, que ha sido rechazada por los padres y criticada por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Peña Nieto fue incapaz de mirar de frente el rostro del dolor. En la única reunión que sostuvo con los padres de los 43, apenas los oteó: Al verle la cara me angustió mucho porque nunca nos miró a los ojos, nunca nos miró de frente, siempre tuvo la cara agachada, mirándonos de reojo, le contó Marissa Mendoza a la periodista Blanche Petrich. Ese encuentro tuvo lugar el 29 de octubre de 2014 en Los Pinos. Duró seis horas y los padres salieron como entraron, con las manos vacías.
Un reportero busca historias pero en Ayotzinapa encuentra rostros. Rostros fijados para siempre en la cotidianidad de las selfies, en las fotos de adolescentes que registran su mejor ángulo. Decía Emmanuel Levinas que, cuando te encuentras con el rostro, dejas de ser sujeto y te conviertes en ser sujetado por el rostro. El rostro te impone un mandamiento: “no matarás”. La ética ya no viene del sujeto y de la razón (como pensó Kant) sino del rostro del otro. La ética es el otro, y el otro es infinito: un ser inaprehensible. Y su rostro te impone siempre una responsabilidad.
De unos años para acá el rostro se convirtió en la principal bandera política de los pobres, de las víctimas, de los reprimidos. Las madres de los transmigrantes centroamericanos que cada año vienen en busca de sus hijos. Los deudos de la guerra contra el narcotráfico, cuyos hijos, padres, hermanos, desaparecieron sin dejar rastro. Las madres y padres de los 43. Van por el país con la fotografía de un rostro colgada al cuello. Podrán gritar consignas, pero la consigna más poderosa es el rostro mismo.
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