Por Emiliano Ruiz Parra
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La Ciudad de México se asentó sobre un lago. Hoy, tiene un buzo que navega sus aguas negras. Julio César Cu Cámara se enfunda un traje de hule y baja a destapar las tuberías. Esta crónica cuenta una doble historia: sobre la ingeniería hidráulica de México-Tenochtitlan, y la vida de este superhéroe de las profundidades. Las fotos son de Eunice Adorno.
Cuando está sumergido en las aguas negras, Julio César Cu vuelve –de alguna manera– al vientre materno. Ninguna luz penetra el líquido oscuro y el buzo avanza a tientas. Su único contacto con el mundo exterior se lo da un cable al que llama “el umbilical”, que le manda el aire que respira. Julio César tiene un empleo peculiar: es buzo de aguas negras. Quizá el único en esta ciudad con ese oficio.
Julio César tiene 64 años y 41 de bucear en los desagües de la Ciudad de México. Su trabajo consiste en retirar basura que tapa las tuberías, reparar compuertas y, a veces, buscar cuerpos de personas desaparecidas. Julio César Cu trabaja para la Secretaría de Gestión Integral del Agua (Segiagua), una dependencia de reciente creación que absorbió al Sistema de Aguas de la Ciudad de México (Sacmex).
En época de lluvias Julio César Cu se sumerge a las pestilentes aguas negras del sistema de drenajes: remueve basura, repara compuertas, desazolva tuberías. En el estiaje hace lo mismo, pero en tuberías secas: apoya en el mantenimiento a la red del desagüe.
Se traslada en un camión modelo 2008 en el que lleva hasta 10 tanques de respiración artificial, cuerdas, arneses, picos y palas. También carga una canastilla de acero, debido a que en algunas partes del drenaje no hay escaleras. Julio César se mete a ella como un pájaro a su jaula, y una grúa lo deposita en las aguas pestilentes. Con los picos y las palas rompe capas de 50 o 60 centímetros de basura.
De las alcantarillas ha tenido que remover trozos de alfombras, hornos y refrigeradores, cadáveres de perros y gatos, que tapan tubos y provocan las inundaciones de cada año en la capital.
Su traje es muy especial: fue diseñado para los “buzos de saturación”, que trabajan en las plataformas petroleras en Noruega, donde las temperaturas son bajísimas. A diferencia de los trajes de buzo convencionales, no está hecho de neopreno sino de hule. Y es absolutamente hermético. Si una sola gota de agua sucia se infiltra, su vida corre peligro.

Conversamos un jueves de octubre de 2024 en la planta de bombeo de San Bernardino, en la alcaldía de Xochimilco. Esta planta desaloja 8 mil litros por segundo de aguas negras hacia el drenaje. Una de las tareas de Julio César es darle mantenimiento a las tuberías de estas plantas, que se taponean con capas de basura. Julio César cree –con toda convicción– que las inundaciones tienen un culpable: la gente que tira basura a las alcantarillas. “Lo que hace falta es educación”, dice este Poseidón de los drenajes.
Pero no es así. Esta ciudad se asienta en la llamada Cuenca de México: una de las más lluviosas del mundo. Y era, hasta hace poco, una cuenca sin salida, “endorreica”. Esta ciudad ha lidiado con severas inundaciones desde 1449, cuando las lluvias desbordaron los lagos donde se asentaba México-Tenochtitlan, y el tlatoani Ahuizotl tuvo que hacer una de las obras hidráulicas más importantes de su época: el albarradón de Nezahualcóyotl: un dique que separaba aguas dulces de aguas salobres, como se explicará más adelante.
–¿Se nota que la Ciudad de México está sobre un lago? –le pregunto.
–Sí, pero ahora el lago es de aguas negras y está debajo de la tierra.
Los mexicas conquistaron a la diosa de los lagos y los ríos
Moctezuma II era el jefe supremo del imperio mexica y lo gobernaba desde la concentración urbana más grande que había en el planeta. En 1519, a la llegada de los españoles, en la Cuenca de México habitaban –según historiadores– un millón y medio de personas repartidas en 100 poblados comunicados por canales. La mayoría, unas 250 mil, vivían en México-Tenochtitlan.
La capital del imperio se asentaba sobre una isla en el lago de Texcoco, el más grande de cinco lagos que conformaban la cuenca. Los otros cuatro eran los lagos de Xochimilco y Chalco, al sur;, y Xaltocan y Zumpango, al norte. En la cosmovisión mexica, Tláloc era el dios de la lluvia: una figura masculina que gobernaba el agua mientras caía del cielo. Pero cuando el agua llegaba a los ríos y lagos, ya era dominio de Chalchiuhtlicue. Esta era una diosa impulsiva e iracunda. Provocaba mareas y corrientes tan graves que los pescadores y comerciantes caían de sus canoas y se ahogaban en los lagos. Para apaciguarla, los mexicas le ofrendaban niños pequeños, a quienes sacrificaban con un cuchillo de obsidiana, y dejaban sus cuerpos en las riberas con el corazón expuesto.

En las ceremonias más importantes, Moctezuma II se sentaba sobre un trono de piedra con relieves grabados. En la parte posterior de su trono se representaba la fundación mítica de Tenochtitlan: el águila sobre un nopal, aunque no está devorando ninguna serpiente. El nopal nace del corazón de una diosa. “El monumento celebra la derrota de Chalchiuhtlicue,”, escribió la historiadora Barbara E. Mundy en ‘La muerte de Tenochtitlan, la vida de México’ (Grano de Sal, 2018).
El trono, entre otras cosas, representaba la doma de la diosa de las corrientes y las mareas. Y esa domesticación se había logrado gracias a impresionantes obras de ingeniería hidráulica, que permitieron que floreciera la capital de un imperio que se extendía por la mayor parte de Mesoamérica.
Lagos artificiales, canales y chinampas: la ingeniería hidráulica mexica
En 1519 –su último año como capital de un imperio– México-Tenochtitlan se alzaba sobre un sistema de obras hidráulicas de extraordinario ingenio. El Templo Mayor y el principal núcleo urbano se asentaban sobre un islote. Para sostener sus pirámides y edificios sobre el fangoso suelo lacustre, los mexicas construyeron una plataforma elevada de 12 metros, como capas de cebolla, hecha con la arcilla profunda del Lago de Texcoco. En el siglo XIV soportaba una ciudad de 10 mil metros cuadrados que crecía y crecía. Para 1519, tenía 110 mil metros cuadrados.
Pero no era la única obra ni la más importante. Los lagos de Texcoco, Zumpango y Xaltocan eran de aguas salobres por sus suelos fangosos, aguas que no eran potables ni aptas para el riego. Pero al sur, Xochimilco y Chalco eran de agua dulce. Los mexicas conquistaron los pueblos que habitaban esos lagos y los llenaron de chinampas: una tecnología para generar parcelas de tierra cultivable. Gracias a los nutrientes del agua lacustre, esas chinampas eran tan productivas que daban hasta siete cosechas al año. A las orillas dejaron espacio para que las cruzaran canales, de manera que el comercio y el transporte se hacía en canoas.

Pero Tláloc y Chalchiuhtlicue eran deidades feroces. En 1449, una inundación demostró la fuerza de la diosa de los arroyos. Entonces Ahuizotl le pidió ayuda a Nezahualcóyotl, gobernante del vecino reino de Texcoco, para construir un dique. Miles de indígenas trabajaron durante meses y levantaron una calzada-dique de 22 kilómetros de largo y 15 metros de anchura, hecha de piedras y troncos.
El “albarradón de Nezahualcóyotl tuvo un propósito adicional: permitió ‘crear’ un lago interior de agua dulce, que se alimentaba del escurrimiento y los manantiales del poniente, y sus aguas ya no se mezclaban con las de Texcoco. Así, los mexicas crearon un sexto lago dentro de otro lago: la Laguna de México, de aguas dulces –aunque no potables– que permitió irrigar cientos de hectáreas de nuevas chinampas.
Los prodigios hidráulicos no paraban ahí. Para llevar agua potable a la ciudad, los mexicas construyeron un acueducto desde el cerro de Chapultepec. Apenas salía de los manantiales, atrapaban el agua en grandes piletas. Eso generaba una presión que impulsaba el agua por más de seis kilómetros hasta la metrópoli. A estas megaobras, acaso las más notorias para los conquistadores, había que añadir decenas de canales navegables, ríos desviados para el riego y puertos. Y sin embargo, México-Tenochtitlan no producía los suficientes alimentos para sostenerse sola.
Moctezuma II, al igual que sus antecesores, encabezaba una agresiva política imperialista: cada pueblo sojuzgado debía entregar tributo, casi siempre en forma de granos y otros alimentos. Este vasallaje generó tanta rabia que, a la llegada de Hernán Cortés, la mayoría de los pueblos indígenas estaban dispuestos a sumarse a la guerra contra Moctezuma y su imperio.

Un buzo de aguas negras que trabaja sin equipo ni presupuesto
Este jueves de octubre de 2024 Julio César Cu se quita los zapatos y se enfunda el traje de colores naranja y negro. Se pone la escafandra y se mete a la canastilla de acero. Una grúa engancha lo baja hacia el espejo de aguas negras. El viejo superhéroe de las profundidades está a punto de entrar en acción.
Pero todo ha sido un montaje. Un gesto de cortesía hacia mí y hacia la fotógrafa Eunice Adorno, que lo retrata. Lo cierto es que Julio César, único buzo de aguas negras en México, lleva ocho meses que no puede trabajar en las aguas sucias de esta ciudad. Su traje está tan viejo –calcula que tiene 12 años con él– que ya se le cuela líquido por las costuras. Se dio cuenta en una inmersión: empezó a mojarse de esas aguas pestilentes y de inmediato pidió que lo sacaran.
Solicitó un traje nuevo pero no había presupuesto para adquirirlo. Pasaron meses sin que el gobierno le comprara uno. Por fin, cuando la compra se autorizó, la empresa noruega fabricante le informó que se lo entregaría en seis meses. Así que, al momento de esa entrevista, Julio César había pasado ocho meses sin bajar a las aguas negras en 2024, uno de los años más lluviosos del último lustro.
En temporada de estiaje Julio César Cu no está ocioso. Hace labores de mantenimiento de las tuberías. Revisa compuertas, apoya en el desazolve, aporta su conocimiento de cuatro décadas de las tripas de la Ciudad de México.
Julio César Cu era de esos niños que les gustaba el deporte. Nadar, correr, jugar tenis. De niño tuvo un sueño: ser piloto aviador. Mejor aún: piloto militar, de los que dan piruetas en el cielo durante los desfiles del 16 de Septiembre. Fue a Zapopan, hizo los exámenes y lo rechazaron. Su sueño quedó trunco.

En la Ciudad de México se buscó la vida como maestro de natación. Daba clases en las mañanas y en las tardes. Y también le gustaba dibujar. Era un muchacho de unos 24 años cuando tocó las puertas de la Dirección General de Construcción y Operación Hidráulica (DGCOH) y pidió trabajo en el taller de dibujo de planos. En la entrevista de trabajo le preguntaron qué más sabía hacer: nadar, respondió con sinceridad.
Y esa respuesta le cambiaría la vida. A las dos semanas, lo convocaron a un nuevo equipo: la ciudad de México, por primera vez, tendría buzos para desazolvar aguas negras. Al principio eran seis buzos, pero algunos se retiraron, otros murieron.
Julio César permanece.
Por fortuna, Julio César ya tiene un sucesor: el joven Saúl Valerio Baltazar se ha convertido en su aprendiz. Formado en una escuela de buceo en Veracruz, Saúl Valerio también se dispone a que llegue la temporada de lluvias para meterse al fondo de las cañerías.

–¿No se aburre ahora que no se mete al agua? –le pregunto a Julio César.
–La verdad sí: ¡Ya sueño a los compañeros! – dice y ríe a carcajadas–. Pero tenemos que estar en las oficinas de todos modos por si hay que bucear en agua potable. Para eso sí tenemos un traje de neopreno, normal, de cualquier buzo.
La política de austeridad que impulsó Andrés Manuel López Obrador, también afectó a los profesionales del agua. Me cuenta que, hasta hace dos años, por protocolo siempre lo acompañaba una ambulancia y un médico en cualquier inmersión. Eso se terminó. Un ingeniero de la misma planta de bombeo me comenta: por falta de presupuesto ya no hay operadores de grúas. Y falta dinero para arreglar maquinaria.
Los desagües que se vertieron en la ciudad lacustre
Hernán Cortés, el capitán de los conquistadores españoles, venció a México-Tenochtitlan en 1521 tras un sitio de tres meses y tras destruir el acueducto de Chapultepec. Aunque después de su victoria, lo reconstruyó.
La historiadora Barbara E. Mundy cuenta que, después de la caída de México-Tenochtitlan, hubo una suerte de dualidad de poderes en la ciudad. El centro de tierra firme lo gobernaba el cabildo español, pero la periferia lacustre –al menos durante un siglo– siguió bajo la autoridad de un gobernador indígena que provenía de la nobleza mexica. Estos gobernantes conservaron la tecnología hidráulica y permitieron que la ciudad lacustre se sostuviera durante ese lapso. Mientras los españoles metían arado y bueyes de carga a sus territorios, en la periferia se mantenían los canales y las chinampas.

Otra historiadora, Vera Candiani en ‘Dreaming of Dry Land’ (Stanford University Press, 2014) cuenta: los indígenas mexicanos, aún después de la conquista, formaron su vida y su economía en una tierra anfibia, que oscilaba entre ser lacustre en temporada de lluvias y seca en el estiaje. Los europeos no. Nunca entendieron la economía lacustre y querían tierra seca para el ganado. La desecación de los lagos fue –diría Marx– un proceso de acumulación originaria, de lento despojo sobre la tierra que los indígenas mantenían bajo su control. Las inundaciones de la cuenca eran parte del sistema agrícola indígena.
En 1552 hubo una gran inundación en la Ciudad de México. Medio siglo después, el 28 de noviembre de 1607, el virrey Luis de Velasco dio la palada inaugural del Tajo de Nochistongo: el primer proyecto de desecación de los lagos. Candiani informa que en las obras trabajaron 60 mil obreros indígenas haciendo presas, albercas y compuertas. Como la Cuenca de México era una cuenca sin salida, tuvieron que perforar las colinas del norponiente. Se cavó un canal de 13 kilómetros, de los cuales siete corrían en un túnel a 56 metros de profundidad. Fue una de las “megaobras” más ambiciosas de su tiempo.
Pero sirvió de poco: en 1629 llovió durante 40 horas. El Tajo de Nochistongo se tapó y la inundación superó los dos metros de altura en el centro de la ciudad. En los siguientes cinco años murieron 30 mil personas por causas relacionadas con la inundación, y el virrey estuvo a punto de mover la capital de la Nueva España.
Desde entonces las élites –españolas o mexicanas– se comprometieron con la desecación de los lagos. “Se puede entender la colonización y la lucha de clases desde el drenaje”, afirma Candiani.
En 1803 el barón Alexander von Humboldt visitó las obras del drenaje colonial y las enalteció.

El último gran proyecto de desecación de la antigua Tenochtitlán
Décadas después, ya en el México independiente, Porfirio Díaz emprendió otro megaproyecto: el Gran Canal de Desagüe, que inauguró en 1900, y que medía 47 kilómetros: llevaba el agua desde San Lázaro, en la ribera del Lago de Texcoco, hasta el Lago de Zumpango. En su última parte, en el municipio de Ecatepec, quedó a cielo abierto. Cincuenta años después cientos de comunidades surgieron en las riberas de ese canal de aguas negras.
Y a pesar de todos estos esfuerzos por desecar la Ciudad de México, aún persisten los lagos: En el sur, Xochimilco se mantiene como zona chinampera y turística: se le llama “la Venecia mexicana” por sus canales navegables. Y al oriente de la Ciudad se conservan tramos del Lago de Texcoco. El último gran proyecto de desecación fue el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Diseñado por Norman Foster, pretendía ser tan grande y moderno como el aeropuerto de Estambul o Hong Kong. Ahí donde iba a haber un gran aeropuerto, ahora se construye un parque ecológico.
La antropóloga Ariana Mendoza, del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, pasó muchas horas con las comunidades ribereñas que estaban a punto de ser desalojadas por el aeropuerto. Ella notó que el proceso de desecación no sólo es material sino ideológico: durante siglos, se ha promovido la idea de que los lagos representan el atraso cultural; que la economía lacustre es “cosa de inditos”. Los propios vecinos de las comunidades donde sobrevive el lago lo llaman “charca”, como para disminuir su importancia.
En las charcas pervive un oficio, el de “lagunero”. Don Rafael Villanueva, por ejemplo, es uno de los pocos que quedan. Recolecta ahuautle (hueva de chinche de agua, el caviar mexicano), romeritos, alga espirulina y tequesquite (sal en piedra). Pero, dice Mendoza, es un trabajo estigmatizado aún por el propio don Rafael.
Ella le preguntó por qué no le enseñaba su oficio a sus hijos.
–¿No le digo que este trabajo no deja para comer? Si uno lo que quiere para sus hijos es que tengan un futuro mejor –le respondió.

La fosa de agua de la Ciudad de México
Antes de que su trabajo como buzo de aguas negras se viera interrumpido por falta de traje, a Julio César Cu le habían hecho un encargo inusual:
–Lo que nos ha pasado mucho es que la Fiscalía nos ha solicitado para buscar personas desaparecidas. Hemos encontrado a algunos. A otros no hemos tenido suerte. Los buscamos sobre todo en canales de aguas negras a cielo abierto, como el Río de los Remedios y el Gran Canal del Desagüe en Ecatepec.
–¿Cuántas veces?
–Quizá unas 20 o 30 veces. No llevo la cuenta de cuántas personas hemos sacado. Para mí es desagradable pero satisfactorio a la vez. Es una familia que va a encontrar un cuerpo para que lo pueda enterrar –me contesta y enciende un cigarro.
Ahí está Chalchiuhtlicue: esos canales, me dice Julio César, tienen mareas y corrientes. En esas inmersiones debe sujetarse con un arnés.
Entre muchas crisis, México atraviesa por la “crisis forense”: 120 mil personas desaparecidas. Además, se conocen unas tres mil fosas clandestinas en donde podrían estar algunos de esos desaparecidos.
Desde 1981 el Gran Canal del Desagüe –que construyó Porfirio Díaz– se usa como “fosa de agua”. Curiosamente, no fue un cártel de la droga el primero que tiró cuerpos ahí. Fue un servidor público, Arturo ‘el Negro’ Durazo, jefe de la policía de la Ciudad de México, quien mandó arrojar cadáveres al Río Tula, de personas a las que había secuestrado, robado y extorsionado. El Negro Durazo nunca fue llamado a cuentas por estos crímenes.
Otra vez la antropóloga Ariana Mendoza:
–El Gran Canal del Desagüe es una herida a cielo abierto –afirma.
Me cuenta que cada vez hay más colectivas de mujeres buscando a sus desaparecidas en el Gran Canal. Ecatepec es el segundo municipio más poblado del país. Es la “ciudad-dormitorio” de la Ciudad de México, donde dos millones de personas pasan la noche, y durante el día trabajan en el centro, ahí donde Moctezuma II y Hernán Cortés levantaron sus grandes ciudades.
–El Gran Canal es la herida fundante. Es una marca que se reitera hasta el presente de cómo se ha construido esa zona de sacrificio que conocemos como Ecatepec” –me dice.
Me pregunto si todavía, en esos canales, mora la diosa Chalchiuhtlicue y si está furiosa por ver a sus aguas convertidas en un cementerio secreto.

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